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La lluvia caía con insistencia sobre las lápidas del cementerio, mezclándose con las lágrimas silenciosas de los asistentes. Bajo el cielo gris, el ataúd de Isabella Benavides descendía lentamente hacia la tierra húmeda.

Graciela, su madre, se aferraba a un pañuelo empapado de lágrimas. Su cuerpo temblaba a pesar del abrigo grueso. Roberto, su esposo, permanecía inmóvil a su lado, con los ojos cristalizados en un dolor silencioso.

—Ella no era mala… solo estaba perdida —sollozó Graciela, aferrándose al brazo de su esposo.

Roberto apretó los labios, incapaz de pronunciar palabra. Natalia, de pie junto a ellos, sintió el nudo en la garganta apretarse.

Había soñado tantas veces con el día en que Isabella no estuviera interfiriendo en su vida, pero nunca imaginó que el final llegaría de esa forma trágica.

Keiden, a su lado, la sostenía con firmeza, preocupado por su bienestar debido al avanzado embarazo. Le susurró al oído, con voz suave:

—Si necesitas sentarte, dime. No quiero
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