Natalia clavó la mirada en Keiden, con el ceño fruncido y los labios apretados. Sabía que algo no estaba bien. Él no era de los que se quedaban en silencio sin motivo. Keiden evitaba sus ojos, con las manos tensas a sus costados, como si estuviera sopesando la gravedad de lo que estaba a punto de decir. —Keiden, por favor, dime qué está pasando —le rogó Natalia, con la voz temblorosa. Él cerró los ojos por un momento, dejando escapar un suspiro pesado. No quería preocuparla, no en su estado. —Natalia… no quiero alarmarte innecesariamente —murmuró, aunque su tono de voz era más sombrío de lo que pretendía. Eso no hizo más que alimentar la ansiedad de Natalia. Sintió que el aire se volvía más denso y el nudo en su garganta crecía con rapidez. —¡Por Dios, Keiden! —exclamó, con un hilo de histeria en la voz—. Si no me dices qué está pasando, voy a pensar lo peor. Keiden levantó la mirada, mientras sus ojos reflejaban una mezcla de tensión y tristeza. No había forma de suaviza
Isabella estaba sentada en un sofá raído, con la mirada fija en un rincón oscuro de la habitación. Sus ojos hundidos, rodeados por unas ojeras profundas, contrastaban con su piel pálida. Había perdido peso, y su cabello revuelto caía en mechones desordenados sobre sus hombros. A pesar de su apariencia, sus ojos brillaban con una intensidad perturbadora. —¿De verdad lo mataste? —preguntó con voz ronca, dirigiendo su mirada hacia Calvin, quien estaba apoyado contra la pared con los brazos cruzados. Calvin rodó los ojos, exasperado por la misma pregunta que ella había repetido desde que la sacó de la cárcel. —Ya te lo dije, Isabella. Sí, está muerto. El viejo McGregor está criando malvas —respondió con un tono áspero mientras encendía un cigarrillo. De repente, Isabella empezó a reír. Una risa desquiciada, casi incontrolable, que resonó en la pequeña habitación y causó que Calvin la mirara con el ceño fruncido. —Estás loca de remate —murmuró, sacudiendo la cabeza. Isabella l
Uno de los hombres de tácticas especiales negó con la cabeza de inmediato. —Eso no es una opción, señora Delia —dijo con el ceño fruncido—. Usted está embarazada, y su seguridad es nuestra prioridad. —¿Y la seguridad de mi mejor amiga? —replicó ella, desafiante—. Estoy dispuesta a arriesgarme si eso significa protegerla. Mateo, que había permanecido en silencio hasta entonces, dio un paso adelante. —Delia, no vuelvas a decir eso —la tomó de los hombros, queriendo hacerla entrar en razón—. Tú también importas, y no voy a permitir que te pongas en peligro, ¿me oyes? Delia lo miró, con sus ojos llenos de rabia y preocupación. Pero antes de que pudiera responder, uno de los líderes del equipo habló. —El plan que tenemos es sólido. No necesitamos ponerla a usted como cebo, señora —señaló los planos—. Hay una alta posibilidad de que todo salga como lo hemos planeado. —¿Alta posibilidad? —repitió Delia, incrédula—. ¿Eso es lo mejor que tienen? —Es lo mejor y lo más seg
Isabella caminaba de un lado a otro en la habitación, con los ojos desorbitados y el cabello revuelto cayendo sobre su rostro. Sus uñas, mordidas hasta la piel, eran el reflejo de su creciente desesperación. Habían pasado días siguiendo a Natalia, vigilando sus movimientos, pero los malditos guardias de Keiden frustraban cualquier intento de acercamiento.—¡Tiene que haber una forma! —gruñó, golpeando la pared con el puño—. Nadie puede estar vigilado las veinticuatro horas del día. Calvin, sentado en el sofá con las piernas cruzadas, observaba la escena con indiferencia. Estaba harto de todo aquello: las obsesiones de Isabella, el peligro inminente de ser capturados y el desquicio en el que se había convertido su vida. Pero sabía que no podía enfrentarse a ella abiertamente. No todavía. —Quizá deberíamos reconsiderar esto —sugirió con voz mesurada—. Cada minuto que pasamos aquí es un riesgo innecesario. Ya no hay tiempo para tus caprichos. Isabella se detuvo en seco y lo fulmi
Minutos antes… Calvin tecleaba de manera frenética, sus ojos clavados en la pantalla de la laptop. El sudor resbalaba por su frente mientras maldecía entre dientes. La cuenta regresiva en su mente era clara: cada minuto que pasaba era un riesgo. Isabella estaba ocupada con su obsesión por Natalia, y esa era su única oportunidad para desaparecer con todo el dinero.—Vamos… dame lo que necesito —gruñó, ingresando una nueva combinación de códigos. Intentó de nuevo, conteniendo el aliento. De repente, un sonido agudo indicó el acceso permitido. Calvin parpadeó incrédulo antes de lanzar un grito de euforia. —¡Sí! —exclamó, saltando en su lugar—. ¡Lo logré, maldita sea! Finalmente había desviado el dinero de Isabella. Todo estaba ahora en cuentas seguras bajo su control. Se sentía invencible. Agarró una mochila y comenzó a guardar documentos y billetes, tarareando una canción alegre. —Adiós, Isabella —murmuró con sorna—. Buena suerte pagando tus deudas. Por un breve instante pe
Hugo observaba con suficiencia a Calvin desde la entrada del lugar abandonado. El ambiente olía a humedad y metal oxidado, pero el espacio para cerrarse en torno a ellos. Calvin, con el rostro crispado por el nerviosismo, daba pasos erráticos, tratando de convencerse a sí mismo que la presencia de Hugo en el lugar era irrelevante y que todavía tenía chances de escapar ileso.—No puedes escapar después de lo que le hiciste a Henry —dijo Hugo con voz firme. Calvin alzó la vista y soltó una risa burlona, intentando ocultar sus nervios.—¿De verdad vienes con ese sermón de lealtad? —espetó con desdén, mirándolo con irritación—. Tu lealtad de mierda no sirve de nada si el viejo ya está muerto. Hugo sonrió de una manera que hizo que un escalofrío desagradable recorriera la espalda de Calvin. “¿Qué diablos te traes, cabrón imbécil?,” pensó Calvin, inquieto. Dando un paso hacia él, Calvin frunció el ceño. —¿Fuiste tú quien congeló las cuentas? —preguntó con molestia. Hugo se enco
El chirrido de las sirenas retumbaba en las calles mientras Isabella pisaba el acelerador con furia, y el corazón le palpitaba desbocado. Apenas podía ver a través del retrovisor, pero sabía que las patrullas se acercaban. A pocos metros, Calvin también huía, con su rostro desencajado y las manos firmes en el volante. El destino, caprichoso, los llevó a un viejo almacén abandonado en una parte olvidada de la ciudad. Al verse acorralados, ambos se detuvieron de manera brusca. Los autos policiales bloquearon las salidas, dejando solo una opción: enfrentarse entre ellos o caer en manos de la ley. Isabella bajó del auto tambaleándose, el cabello revuelto y los ojos inyectados de rabia. Calvin hizo lo mismo, su expresión estaba cargada de incredulidad al verla allí. —¡Tú! —gritó Isabella, con los ojos encendidos por la ira—. ¡Maldito traidor! ¡Por tu culpa estoy aquí! Calvin soltó una risa amarga mientras cojeaba hacia ella. —¿Mi culpa? —espetó, señalándola con un dedo acusador
La lluvia caía con insistencia sobre las lápidas del cementerio, mezclándose con las lágrimas silenciosas de los asistentes. Bajo el cielo gris, el ataúd de Isabella Benavides descendía lentamente hacia la tierra húmeda. Graciela, su madre, se aferraba a un pañuelo empapado de lágrimas. Su cuerpo temblaba a pesar del abrigo grueso. Roberto, su esposo, permanecía inmóvil a su lado, con los ojos cristalizados en un dolor silencioso. —Ella no era mala… solo estaba perdida —sollozó Graciela, aferrándose al brazo de su esposo. Roberto apretó los labios, incapaz de pronunciar palabra. Natalia, de pie junto a ellos, sintió el nudo en la garganta apretarse. Había soñado tantas veces con el día en que Isabella no estuviera interfiriendo en su vida, pero nunca imaginó que el final llegaría de esa forma trágica. Keiden, a su lado, la sostenía con firmeza, preocupado por su bienestar debido al avanzado embarazo. Le susurró al oído, con voz suave: —Si necesitas sentarte, dime. No quiero