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Al salir de la oficina de Natalia, Simón sintió que sus piernas temblaban de manera incontrolable. Tuvo que apoyarse en la pared más cercana, respirando con dificultad mientras el peso de lo que acababa de presenciar caía sobre él como un alud.

Trató de tragar saliva, pero su garganta estaba seca, y un nudo comenzaba a formarse en su pecho. Parpadeó rápidamente para contener las lágrimas que amenazaban con salir, consciente de que no podía permitirse derrumbarse allí mismo.

El pasillo estaba desierto, pero una mujer, empleada del lugar, apareció con un portapapeles en las manos. Al verlo, frunció el ceño con preocupación.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó con tono amable.

Simón negó con la cabeza, incapaz de articular palabra. Señaló uno de los sofás de la sala de espera y se dejó caer sobre el más cercano, apoyando los codos en sus rodillas mientras enterraba el rostro en sus manos.

Su mente daba vueltas, tratando de asimilar lo que había pasado en la oficina: Keiden, rad
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