La mansión de los Benavides estaba silenciosa cuando Natalia entró, mientras el eco de sus tacones resonaban en el mármol del vestíbulo. La cálida luz de las lámparas acentuaba el aire acogedor de la casa, pero ella se sentía atrapada en su propio torbellino emocional. Antes de que pudiera llegar al salón, su madre apareció desde la cocina con una taza de té en la mano. —Natalia, ¿qué haces aquí? —preguntó con el ceño fruncido, dejando la taza sobre la mesa. Su padre no tardó en unirse a ellas, observándola con la misma curiosidad. —¿No se suponía que dejarías a Nathan todo el fin de semana para pasar tiempo con Keiden? —añadió él, cruzándose de brazos—. Además, Nathan ya está dormido. Natalia suspiró, sintiendo el peso de la preocupación de sus padres. —Cambió un poco el plan. Solo... necesitaba un lugar tranquilo —respondió con evasivas, dirigiéndose hacia el sofá. —¿Qué pasó? —preguntó su madre, sentándose a su lado con una mirada inquisitiva. Natalia se llevó u
Natalia frunció el ceño, mientras su dedo titubeaba sobre la pantalla. Finalmente, y soltando un suspiro, respondió. —¿Qué quieres? —preguntó con tono frío. La voz de Simón llegó del otro lado, tranquila pero cargada de intención. —Natalia, ¿podemos hablar? Ella apretó la mandíbula, sintiendo que la tensión de la noche aumentaba con esa simple pregunta. —No sé si sea buena idea, Simón —espetó de mal talante, restregando sus ojos—. Ya tuve suficiente drama por hoy. —Lo sé —respondió él, con un leve suspiro—. Pero esto no puede esperar. Natalia miró hacia el pasillo que conducía a la habitación de Nathan, viendo la oscuridad contrastando con la luz tenue del salón. —Está bien, pero hazlo rápido —dijo finalmente, con su tono todavía distante. Simón guardó silencio por un segundo antes de hablar de nuevo. —No es algo que pueda resolver en una llamada —dijo, soltando un suspiro luego—. Necesito verte en persona. La petición la dejó helada, mientras su mente se inundab
Daniel no podía apartar la frente de la puerta, como si el contacto físico con la madera pudiera acercarlo más a Astrid. Su corazón latía con fuerza, alimentado por la incertidumbre y el temor de que sus palabras no fueran suficientes. El silencio al otro lado se extendió como un abismo, hasta que finalmente la voz de Astrid, baja y cargada de emociones, se hizo escuchar. —No sé si puedo, Daniel. No con todo esto… Él cerró los ojos, sintiendo una punzada en el pecho, pero no se permitió hundirse. Esa chispa de esperanza en sus palabras, aunque débil, era suficiente para aferrarse. —Entonces déjame demostrarte que puedes —dijo nuevamente con voz segura—. Dame esa oportunidad, Astrid. No voy a rendirme contigo jamás. El eco de sus palabras quedó suspendido en el aire. El único sonido era el débil zumbido de la luz del balcón. A pesar de su resistencia inicial, no la apagó ni se alejó. Daniel entendió que, aunque mínima, le estaba dando una oportunidad. Subió las escaleras l
El aire estaba impregnado de una tensión palpable, como si el aire mismo se hubiera vuelto pesado tras las palabras de Natalia. Simón respiró hondo, con su mente trabajando a toda velocidad para encontrar una respuesta. Finalmente, rompió el silencio con un tono firme, pero contenido. —Eso no tiene sentido, Natalia. Isabella tiene recursos, contactos… —negó con vehemencia una y otra vez—. Con el poder que tiene ahora, te encontrará en cualquier rincón del mundo al que intentes huir. Natalia lo miró, y por un momento su expresión de desafío se desmoronó. Su piel palideció ligeramente, y apretó el papel en su mano con más fuerza. Sabía que Simón tenía razón, pero admitirlo significaba aceptar que no había escapatoria fácil. —Entonces, ¿qué sugieres? —preguntó con un tono defensivo, intentando recuperar su postura. Simón dio un paso adelante, su voz bajó un poco, pero no perdió firmeza. —Lo enfrentaremos juntos. Yo estaré a tu lado, como te prometí —iba a acercarse, pero se c
Natalia se quedó mirando a Astrid, sin saber si reírse o enfurecerse. —¿Mi hermana? —repitió lentamente, como si las palabras fueran en un idioma desconocido—. Eso es… imposible. Astrid se inclinó ligeramente hacia adelante, con las manos entrelazadas en su regazo y una expresión que mezclaba paciencia y nerviosismo. —No lo es tanto —replicó con voz serena, aunque sus ojos reflejaban una chispa de desafío—. Cuando vi lo parecidas que somos, no pude ignorarlo. Empecé a investigar, sobre todo porque no conocí a mi madre. Las palabras golpearon a Natalia como un martillo. Su mente corría a mil por hora, tratando de encontrar un sentido a todo aquello. Por un fugaz instante, consideró la posibilidad de que su padre hubiera tenido una aventura. Después de todo, “es hombre y es su naturaleza infiel”, solía bromear su madre con un deje de resignación. Pero… ¿su madre? ¿Graciela era capaz de algo así?Eso era impensable. Su madre, quien había sido su modelo de rectitud y moralidad, ¿
Natalia miró la horrorosa escena delante de sus ojos sin poder darle crédito. Isabella había golpeado su nariz contra la pared y de ella había salido un potente chorro de sangre que llegó hasta el suelo, justo en el momento en que Simón Cáceres entró a la sala. Habían tenido una discusión, e Isabella, aprovechando escuchar la voz de Simón, decidió quedar como la víctima delante de él, como siempre hacía. —¿Pero qué diablos hiciste? —volcó su ira hacia ella, acorralandola contra la pared y apretando su cuello—. Mujer cruel y despiadada. ¿La golpeaste? ¡Habla ahora, m*****a sea! Su voz era estremecedora y filosa, haciendo que los oídos de Natalia zumbaran. Su mirada era aún peor, era de un profundo odio que la decepcionó por completo, haciéndola temblar de miedo. —¡No tengo nada que ver en esto! —exclamó ella, armándose de valor. Isabella era su hermana menor y el gran amor de Simón desde hacía años, Natalia solo era la esposa sustituta y él la había odiado por eso por mucho tie
Simón tiró el inhalador hacia ella con desprecio. Natalia lo tomó con manos temblorosas, luchando por respirar mientras él la observaba con una mueca de disgusto.—Isabella se va a quedar aquí —dijo Simón con frialdad, cruzándose de brazos—. Y tú... tú te vas. No tienes nada que hacer en esta casa.Natalia lo miró con incredulidad, sus ojos grandes y húmedos por la falta de aire y el dolor. Finalmente logró inhalar y, aunque todavía jadeaba, encontró el valor para contestar.—Esta es... mi casa... —su voz apenas era audible—. Soy tu esposa aún. Merezco… respeto.Simón soltó una risa corta, cruel.—¿Mi esposa? ¡Por favor, Natalia! —se inclinó hacia ella con una mirada de desdén y una sonrisa sarcástica—. Jamás fuiste mi mujer. No tienes ningún derecho a pedir respeto.Natalia sintió cómo un nudo se formaba en su garganta, pero no de pena, sino de rabia. Lo miró fijamente, reuniendo cada pizca de coraje que le quedaba.—Ya estuvimos juntos... íntimamente —dijo con voz trémula, pero firm
Natalia escuchaba las risas y los murmullos provenientes de la sala. Le parecía increíble que, después de todo lo que acababa de pasar, hubiera algo que celebrar. Bajó las escaleras lentamente, todavía con el peso de la humillación a cuestas, pero sintiendo una creciente determinación.Al llegar, vio a la madre de Simón y a la tía Cristina, ambas rodeando a Isabella con sonrisas resplandecientes, como si hubieran recibido a una estrella de cine. Todas reían y conversaban alegremente, pero cuando notaron la presencia de Natalia, sus sonrisas se desvanecieron al instante.—Miren quién decidió aparecer —dijo la madre de Simón con una sonrisa venenosa—. La desvergonzada de Natalia.—La desvergonzada aquí no soy yo —respondió Natalia, su voz era temblorosa pero firme—. Es esa mujer —señaló a Isabella—, la amante de mi marido. ¿Cómo pueden tenerla aquí como si fuera una invitada de honor?La madre de Simón bufó, cruzándose de brazos mientras la tía asintió con una expresión severa.—La ún