La lluvia caía con fuerza, empapando a Simón mientras permanecía frente al edificio de la empresa.Su camisa blanca estaba pegada a su piel y el agua resbalaba por su rostro, mezclándose con las gotas de sudor frío que le provocaba el peso de sus pensamientos. “Isabella no va a detenerse. No puedo irme y dejar a Natalia desprotegida”, se decía una y otra vez. Miró hacia las ventanas iluminadas del piso superior, donde probablemente ella seguía trabajando. Buscó refugio bajo el alero de un pequeño puesto vacío cercano, mientras su mente viajaba al pasado. Recordó aquella nevada brutal y su propia frialdad cuando le pidió a Natalia que se marchara de la casa. La había reemplazado con Isabella, enviándola a un hotel, solo para descubrir después que no había ido allí, sino a casa de Daniel. “Yo la eché en medio de una nevada, y ahora ella me deja bajo la lluvia… Pero esto ni siquiera comienza a compensar lo que le hice”, pensó con amargura, apretando los dientes mientras el arrepen
Simón salió de la clínica con la mente nublada y el corazón en un torbellino. Vio cómo el auto de Natalia desaparecía entre las luces de la calle, alejándose rápidamente bajo la lluvia que seguía cayendo con insistencia. Suspiró, con un sonido cargado de frustración y cansancio mientras sacaba las llaves de su bolsillo. Estaba a punto de subirse a su vehículo cuando escuchó el murmullo de unas personas en la acera. —Casi la atropellan, ¿viste? —dijo un hombre, gesticulando hacia la clínica. —Sí, pobre mujer, estaba justo por entrar a su auto —respondió una mujer, encogiéndose de hombros. Simón se quedó congelado, y su mente comenzó a procesar las palabras con una urgencia desesperada. "¿Natalia?" pensó, con su pecho apretándose de golpe. Recordó las amenazas de Isabella y un sudor frío le recorrió la espalda. Sin perder más tiempo, encendió el auto y aceleró, convencido de que debía seguir a Natalia. El trayecto fue rápido, aunque cada semáforo en rojo lo hacía apretar el vo
Natalia se sentó en su auto, respirando profundamente para calmar los temblores de sus manos. Desde el espejo retrovisor, pudo ver a Simón, de pie bajo la lluvia, con una expresión desolada que casi logró conmoverla. Casi. —No más, Simón —susurró para sí misma, girando la llave del auto. El motor rugió y ese sonido familiar le devolvió un mínimo de control. Arrancó el vehículo y se alejó sin mirar atrás. En la carretera, mientras la lluvia continuaba cayendo, trató de enfocar sus pensamientos en algo más. “Un chocolate caliente y una noche tranquila con Nathan. Eso es todo lo que necesito ahora.” Pero el rostro de su hijo apareció en su mente, y con él, la inevitable comparación. Nathan era el vivo reflejo de Simón. Sacudió la cabeza, intentando apartar esos pensamientos, cuando sintió un golpe seco en la parte trasera del auto. —¡¿Qué demonios?! —exclamó, agarrando con fuerza el volante. Otro impacto la sacudió con más fuerza, haciendo que su cuerpo se zarandeara hacia ad
El silencio después del impacto era casi tan ensordecedor como el propio choque. Natalia se quedó paralizada, con sus ojos fijos en la escena de destrucción frente a ella. Los autos estaban destrozados, el humo salía del capó del vehículo de Simón, y el del atacante había quedado incrustado contra un poste. —No… no puede ser —murmuró, su voz temblorosa mientras las lágrimas comenzaban a brotar incontrolablemente. Sus piernas no respondían, su mente gritaba que corriera, pero el miedo y la incredulidad la mantenían anclada en su lugar. Negaba con la cabeza una y otra vez, como si con ese simple gesto pudiera deshacer lo que acababa de suceder. Finalmente, con manos temblorosas, sacó su celular del bolsillo y marcó a emergencias. —Por favor… hay un accidente grave en la carretera principal. Necesitamos una ambulancia y policía. Hubo un intento de… de asesinato —logró decir entre sollozos, con su voz quebrándose al final. Sin esperar respuesta, cortó la llamada y, tambaleándos
Keiden despertó con un leve dolor en el cuello, evidencia de la posición incómoda en la que había caído dormido la noche anterior. La luz del amanecer se filtraba por las cortinas, pero algo no encajaba. Al revisar su celular, lo que vio lo dejó helado: incontables llamadas perdidas de Natalia. —¿Qué demonios…? —murmuró con el ceño profundamente fruncido, deslizándose rápidamente por la lista de notificaciones. Había mensajes y llamadas que se habían acumulado mientras él estaba encerrado en reuniones y, más tarde, hundido en el sueño. Sin perder tiempo, marcó el número de Natalia, presionando el teléfono contra su oído mientras caminaba inquieto por la habitación. El tono sonó varias veces, pero nadie respondió. Una angustia quemante comenzó a instalarse en su pecho, apretándole el corazón. —Vamos, Natalia, contesta… —murmuró con voz tensa mientras intentaba nuevamente. Pero el resultado fue el mismo. Decidido, dejó caer el teléfono sobre la cama y se dirigió a su escrit
La imagen de la mancha roja en su vestido seguía persiguiendo a Natalia, como una sombra que no podía sacudirse. Recordaba claramente cómo uno de los paramédicos le había preguntado, con evidente preocupación: —¿Está herida, señorita? Hay sangre en su vestido. Ella había mirado hacia abajo, viendo el espantoso rastro carmesí extendiéndose sobre la tela clara. Por un instante, no pudo hablar, hasta que logró murmurar con la voz quebrada: —No… no es mi sangre. El recuerdo la estremeció de nuevo cuando el doctor Ramos comenzó a hablar. Natalia se encontraba frente a él, con el estómago revuelto y un sentimiento de culpa clavado como una daga en su pecho. —Tuvimos que reanimarlo un par de veces durante la cirugía —informó el médico, su tono era grave y profesional, pero no desprovisto de humanidad. Las piernas de Natalia se sintieron como gelatina. Sus manos temblaron, y tuvo que sostenerse del brazo del doctor para no desplomarse. —Señorita, está muy pálida. ¿Está bien? —pr
Delia estaba sentada en un banco del parque, con el celular en la mano y un gesto de frustración que no podía ocultar. Había intentado contactar a Natalia todo el día anterior, pero no había obtenido respuesta. Ahora, con la batería del teléfono casi agotada, sentía cómo la desesperación comenzaba a apoderarse de ella. —¡Vamos, enciéndete! —murmuró mientras presionaba el botón de encendido por enésima vez. Nada. El pequeño círculo de carga parpadeó una última vez antes de desaparecer, dejándola completamente incomunicada. Delia soltó un resoplido y cerró los ojos, intentando calmarse. Su día no había empezado bien: las potentes pastillas para dormir que había tomado la habían dejado grogui hasta casi el mediodía. Después, había salido a caminar para despejarse y olvidó completamente que el teléfono estaba descargado. —¡Esto es ridículo! —exclamó, a punto de soltar un grito de contrariedad. Fue entonces cuando alzó la vista y el aire se le quedó atascado en la garganta. Allí
El aire en la sala de espera estaba cargado de tensión, como si cada suspiro llevara consigo un peso invisible. Natalia abrió mucho los ojos ante las palabras del doctor Ramos. Una punzada aguda atravesó su pecho, y sintió cómo la mirada de Keiden se clavaba en ella con una intensidad extraña, casi indescifrable. ¿Era decepción? ¿Preocupación? Natalia tragó saliva, intentando recomponerse. —¿Simón… ha despertado? —preguntó con un hilo de voz, rompiendo el incómodo silencio que se había formado. El doctor Ramos, con su expresión profesional, negó lentamente antes de responder: —Aún no, pero está mostrando señales de que pronto lo hará —dijo con tono algo animado—. Si quiere, puedo avisarle cuando despierte, para que esté con él. El corazón de Natalia latía con fuerza, no por las palabras del médico, sino por lo que implicaban. Antes de que pudiera negarse, la voz de su padre, fuerte y llena de convicción, la interrumpió: —Deberías estar allí cuando despierte, hija. Es lo co