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En casa de los Benavides, Graciela se dejaba caer en el sofá, con las manos cubriendo su rostro mientras el llanto sacudía su cuerpo. Roberto, de pie junto a la ventana, observaba la calle con expresión sombría.

—Esto no cambiará nada, Graciela —dijo con dureza—. Llorar no hará que Isabella reflexione ni pague por lo que ha hecho.

Graciela levantó la mirada, con los ojos enrojecidos.

—Es nuestra hija, Roberto —sollozó—. ¿Cómo llegamos a esto? La dejamos manipularnos… dejamos que dañara a Natalia.

—Hemos fallado como padres… y estas son las desastrosas consecuencias —murmuró Roberto con amargura.

Graciela suspiró profundamente y negó con la cabeza.

—No podemos ser tan duros con nosotros mismos…

—Es nuestra culpa, Graciela —se volvió a ella, enojado hasta el tuétano—. ¿Qué acaso no te das cuenta todavía? Isabella es una bala perdida, Natalia tuvo razón todo este tiempo y solo le dimos la espalda.

—Lo… siento —sollozó más, sintiendo la cuchilla de la culpa atravesar su pecho.

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