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Simón soltó el aire de golpe, como si la noticia lo hubiera golpeado físicamente. Su mirada, ardiente de incredulidad y enojo, se clavó en Natalia, quien permanecía firme y tranquila frente a él.

—¿Qué estás diciendo? —espetó, su voz alzándose sin control—. ¿Que te vas del país? ¿Con él? ¡Es una locura!

Natalia mantuvo su postura, aunque su rostro se endureció al instante.

—No tienes derecho a opinar sobre lo que hago con mi vida —replicó con frialdad—. Mucho menos a cuestionarlo.

Simón avanzó un par de pasos hacia ella, como si con la cercanía pudiera convencerla. Su tono se volvió más desesperado, aunque seguía cargado de rabia.

—¿Y Nathan? —inquirió, alzando las manos en un gesto exasperado—. ¿Vas a llevarte a mi hijo con un hombre con el que ni siquiera tienes una relación formal?

Natalia arqueó una ceja, dejando que un leve aire de sarcasmo cruzara por su rostro.

—Nathan es mi hijo, Simón —espetó cortante—. No tienes derecho a hablar como si tu opinión importara en
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