Simón soltó el aire de golpe, como si la noticia lo hubiera golpeado físicamente. Su mirada, ardiente de incredulidad y enojo, se clavó en Natalia, quien permanecía firme y tranquila frente a él. —¿Qué estás diciendo? —espetó, su voz alzándose sin control—. ¿Que te vas del país? ¿Con él? ¡Es una locura! Natalia mantuvo su postura, aunque su rostro se endureció al instante. —No tienes derecho a opinar sobre lo que hago con mi vida —replicó con frialdad—. Mucho menos a cuestionarlo. Simón avanzó un par de pasos hacia ella, como si con la cercanía pudiera convencerla. Su tono se volvió más desesperado, aunque seguía cargado de rabia. —¿Y Nathan? —inquirió, alzando las manos en un gesto exasperado—. ¿Vas a llevarte a mi hijo con un hombre con el que ni siquiera tienes una relación formal? Natalia arqueó una ceja, dejando que un leve aire de sarcasmo cruzara por su rostro. —Nathan es mi hijo, Simón —espetó cortante—. No tienes derecho a hablar como si tu opinión importara en
En casa de los Benavides, Graciela se dejaba caer en el sofá, con las manos cubriendo su rostro mientras el llanto sacudía su cuerpo. Roberto, de pie junto a la ventana, observaba la calle con expresión sombría. —Esto no cambiará nada, Graciela —dijo con dureza—. Llorar no hará que Isabella reflexione ni pague por lo que ha hecho. Graciela levantó la mirada, con los ojos enrojecidos. —Es nuestra hija, Roberto —sollozó—. ¿Cómo llegamos a esto? La dejamos manipularnos… dejamos que dañara a Natalia. —Hemos fallado como padres… y estas son las desastrosas consecuencias —murmuró Roberto con amargura.Graciela suspiró profundamente y negó con la cabeza. —No podemos ser tan duros con nosotros mismos…—Es nuestra culpa, Graciela —se volvió a ella, enojado hasta el tuétano—. ¿Qué acaso no te das cuenta todavía? Isabella es una bala perdida, Natalia tuvo razón todo este tiempo y solo le dimos la espalda.—Lo… siento —sollozó más, sintiendo la cuchilla de la culpa atravesar su pecho.—
El salón principal de la casa de los Benavides estaba sumido en una calma tensa, rota solo por el tic-tac insistente del reloj de pared. Nelly y Emilio, sentados en el amplio sofá de cuero marrón, intercambiaban miradas incómodas. Frente a ellos, Graciela y Roberto mantenían una expresión fría y contenida, aunque las líneas de tensión en sus rostros eran inconfundibles. —¿Quieren algo de tomar? —preguntó Graciela, su tono amable apenas disimulando la incomodidad que le provocaba la visita inesperada. —No, gracias —dijo Nelly con tono cortante, negando con la cabeza—. No estamos aquí para socializar. Vinimos a aclarar unas cosas. El ambiente, ya tenso, se volvió casi insoportable. Emilio se removió en su asiento, mientras Roberto fruncía el ceño, mirando a Nelly con evidente molestia. —Entonces dilo de una vez —dijo Roberto, con su voz cargada de una paciencia al borde del agotamiento. Nelly entrelazó las manos sobre su regazo y soltó un suspiro antes de hablar. —Vi las no
Simón estacionó su auto frente a la casa de los Benavides y entró con pasos rápidos, buscando a Natalia. Al llegar a la sala, lo primero que notó fue a Roberto desplomado en el sofá, respirando con dificultad, mientras Nelly gritaba órdenes por teléfono. El ambiente era tenso, cargado de reproches, y la presencia de Graciela con el rostro desencajado no ayudaba.—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó Simón, avanzando hacia el centro de la sala. —¡Tus padres! —exclamó Graciela, con los ojos encendidos de rabia, señalándole con un dedo acusador—. Llegaron aquí reclamando cosas sobre Natalia e Isabella. Vinieron a insultar, a humillar. ¡Mira lo que han logrado! Simón frunció el ceño y dirigió su mirada hacia sus padres, que estaban de pie junto a la puerta, con los rostros tensos. —¿Es cierto lo que dice Graciela? —preguntó con voz grave. Emilio bajó la cabeza, incapaz de sostenerle la mirada, mientras Nelly se cruzaba de brazos, intentando mantenerse firme. —¡Solo estáb
La sala de espera parecía más pequeña ahora, como si las paredes se acercaran con cada segundo de silencio. El aire estaba cargado de tensión, denso por las palabras no dichas y las miradas evitadas. Simón cruzó los brazos, su mirada fija en el suelo mientras su mente navegaba entre recuerdos, arrepentimientos y una punzada constante que no podía ignorar. Cada vez que veía a Natalia y a Keiden juntos, algo se agitaba en su interior. Era un torbellino de emociones: celos, dolor y una sensación de pérdida que no podía nombrar.¿Qué estaba haciendo allí? Seguía sintiendo esa punzada cada vez que veía a Natalia con Keiden. ¿Acaso era una especie de masoquista?—Simón, puedes irte a casa si quieres. No tienes que quedarte aquí —dijo Graciela, rompiendo el silencio con una voz suave pero firme.Simón levantó la cabeza y negó con un movimiento lento.—No. Me quedaré un rato más. Quiero saber cómo está Roberto —respondió, evitando la mirada inquisitiva de Natalia.Natalia lo observó por un
La sala de espera parecía haber ganado un peso invisible desde la llegada de Delia. Vestida con unos jeans oscuros y un abrigo gris, su cabello recogido en un moño desordenado reflejaba la prisa con la que había llegado. Abrazó a Natalia y a Graciela con fuerza, como si con ese gesto pudiera aliviar parte del dolor que llevaban encima.—Llegué lo más rápido que pude —dijo Delia, apretando los labios—. ¿Cómo está Roberto? —No sabemos nada aún —respondió Natalia, su voz cargada de agotamiento. Luego, frunció el ceño—. ¿Sabes algo de Daniel? He intentado contactarlo, pero no responde. Delia hizo una mueca, mirando brevemente su teléfono. —No tengo idea. No he sabido de él en varios días. —Su tono reflejaba preocupación. Su mirada se desvió hacia Simón, quien estaba sentado en una esquina de la sala, aparentemente perdido en sus pensamientos. —¿Qué hace él aquí? —preguntó Delia en voz baja, pero con suficiente fuerza como para que Natalia la escuchara claramente. Natalia susp
El olor a desinfectante y el constante zumbido de los monitores envolvían el ambiente del hospital, creando un aura de cansancio que parecía pesar sobre los hombros de Natalia. Tres días habían pasado desde que Roberto ingresó, y ella apenas había salido del lugar. Una rápida ida a casa para recoger ropa limpia había sido su único contacto con el mundo exterior. Delia, con su cabello recogido en un moño y su expresión siempre amable, se acercó a Natalia con una taza de café humeante. —Natalia, necesitas relajarte un poco. —Le ofreció la taza, pero Natalia negó con la cabeza, sin apartar la vista de la puerta de la habitación de su padre. —No puedo, Delia —negó con la cabeza—. ANo hasta que mi papá salga de este hospital. Delia suspiró, colocándole la taza en las manos de todas formas. —Él querría verte cuidarte, no agotándote de esta manera. —Sé que pronto va a salir de aquí —murmuró con tono cansado y al mismo tiempo, esperanzado.Delia suspiró y no insistió más. Sabía q
—Definitivamente no —murmuró Natalia, con la voz lo suficientemente baja como para que solo Keiden la escuchara. Keiden entrelazó sus dedos con los de ella y le dio un suave apretón, una muestra silenciosa de apoyo. Natalia le devolvió una sonrisa cansada y ambos se sentaron en la sala de espera. Sin embargo, el momento de calma no pasó desapercibido. Simón los observaba desde el otro lado de la sala, con los brazos cruzados y una expresión que intentaba ser neutral, pero que no podía ocultar del todo su escrutinio. No había escuchado la conversación, pero la cercanía entre ellos le resultaba incómoda. —¿Qué tanto estarán hablando? —pensó, reprimiendo una sonrisa al notar la incomodidad latente en Keiden—. Quizás están peleando… o tal vez mi presencia lo pone nervioso. El pensamiento le agradó más de lo que esperaba, y una chispa de satisfacción iluminó sus ojos. —Más vale que estés celoso, Keiden —se dijo a sí mismo, su determinación creciendo—, porque voy a reconquistar a