Capítulo 5
Catalina sintió un zumbido en los oídos y su visión se nubló por un momento. Antes de que pudiera reaccionar, el sudor frío apareció en su frente. Fernanda, aún no satisfecha, le dio otra bofetada. Por ese nuevo golpe casi se cae, pero una enfermera amable la sostuvo. Cuando su visión se aclaró, vio a su madre mirándola furiosa, gritando.

—¡Ingrata! ¡Siempre haces lo que te decimos que no hagas! ¿Qué te dije desde el principio? ¡Que Mateo no era digno de ti, que se acercó a ti con mala intención! Te elegimos un buen partido, un hombre de nuestra clase, ¡y no lo quisiste!

— ¡Insististe en casarte con un huérfano, un guardaespaldas! ¿Y ahora qué? ¿Cómo te trata? ¿Cómo nos trata? ¡Por tu culpa el patrimonio de los Jiménez fue destruido!

Su madre, aún furiosa y con la cara roja, levantó la mano para golpear de nuevo, pero el personal médico la detuvo. Catalina, sosteniendo su adolorida mejilla, intentó hablar, pero no pudo articular palabra. No podía hacer nada más que derramar lágrimas de arrepentimiento. Un gemido de dolor surgió de la camilla.

—Diego, amor, ¿qué pasa? ¿Qué quieres decir? —gritó Fernanda.

Se acercó a su marido y llorando temblorosamente. Catalina vio a su padre mirarla con lágrimas en los ojos, luego mirar a su esposa y sacudir la cabeza con dificultad. Ella también se acercó. Él extendió una mano temblorosa para limpiarle las lágrimas. La sangre cálida de su palma se mezcló con las lágrimas de ella, marcando su mejilla. Su padre volvió a negar, gimiendo con urgencia.

— Cariño, entiendo lo que quieres decir. Estaba tan enojada que la golpeé. Es nuestra única hija, no la culpo. —dijo Fernanda.

Tapándose la boca mientras las lágrimas caían sobre el rostro ensangrentado de su marido. Lloraba sin aliento.

— Es que me duele, me duele ver cómo maltratan a nuestra joya. ¡Me duele ver cómo nos arrebatan nuestro patrimonio! Catalina es mi tesoro, nunca me atreví a pegarle o regañarla, ¡y mira cómo hemos terminado!

Antes de que Diego entrara al quirófano, Fernanda se desmayó de tanto llorar. Remordimiento, pesar y culpa se mezclaron en el corazón de Catalina. Los médicos la examinaron; afortunadamente, solo era por la angustia excesiva. Por eso ella le dio una propina a una enfermera para que cuidara de su madre.

La mujer aceptó y le dijo que se concentrara en conseguir el dinero para la operación de su padre. Catalina tenía una mansión, su casa matrimonial. Valorada en doscientos millones, ahora la ofrecía por cien millones. Contactó a un agente inmobiliario, quien sonrió confiado.

—Señorita Jiménez, con tan buena ubicación, seguro que se vende rápido.

Pasaron cuatro horas. El precio de la mansión bajó de cien millones a cinco millones, y nadie preguntó por ella. Ella sospechó que algo andaba mal. El agente, tras mucha insistencia, admitió avergonzado.

—Señorita Jiménez, es imposible que alguien compre su casa.

—¿Qué quiere decir? —Un mal presentimiento surgió en su corazón. Él, con la cabeza baja, tartamudeó.

—Su esposo, el señor Herrera, ha dado la orden. Quien se atreva a comprar, se meterá en problema con él. Si necesita dinero, lo mejor sería que hablara con él.

Estas palabras extinguieron su última esperanza. Se apoyó en la esquina de la mesa, tratando de mantener la calma. Debe haber una solución, pensó, siempre hay una salida. El teléfono volvió a sonar, esta vez era la enfermera.

—Señorita Jiménez, su padre está muy mal. ¿Dónde está el dinero? ¡Es su padre, por favor, haga algo! Si no lo consigue esta noche, no sobrevivirá...
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