Capítulo 10
Sentada en el pilar del puente, sosteniendo el teléfono, sentía el frío helado del concreto.

—¿Y qué si lo hice? ¿Qué importa si no? —Él sonrió con indiferencia.

Que pudiera reír en esta situación mostraba lo despreciable que era. Pero ya no importaba si lo había hecho o no.

—Mateo, ya hice lo que pediste. Me arrodillé frente al edificio del Grupo Jiménez por dos horas.

—¿Quieres que te dé un premio? —Se burló.

—Deberías cumplir tu promesa y darme los cinco millones.

Habló con dificultad. Él se hacía el tonto, así que ella tenía que recordárselo desvergonzadamente una y otra vez.

—Señorita Jiménez, ¿cuándo prometí salvar a tu padre?

—¡Mateo! —Los dedos de ella se pusieron blancos de tanto apretar el teléfono.

—Creo que dije que deseaba su muerte más que nadie, ¿no? Si eres tan tonta como para ir a congelarte y arrodillarte afuera, es porque tienes tendencias masoquistas. ¿A quién puedes culpar?

Todas las defensas en el corazón de Catalina se derrumbaron. Lloró desconsoladamente al telé
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