Capítulo 7
—Señorita Jiménez, ¿así es como pide un favor? —Él cerró con lentitud y una expresión fría la computadora y se levantó para irse—. Ya no quiero divorciarme. Por favor, váyase. —Catalina le agarró la muñeca y suavizó su tono.

—Mateo, de verdad no tengo otra opción. —No lloró, solo se mordió el labio y le rogó—. Estoy dispuesta a divorciarme, ya no te molestaré, por favor ayúdame...

Era la primera vez que ella se mostraba tan vulnerable frente a él. Pero él se sacudió su mano.

—Yo deseo su muerte más que nadie.

—Mateo, tienes un malentendido con él, es tu suegro. O dime, ¿qué condiciones pones para ayudar?

Su voz tranquila empezó a temblar ligeramente. Él no volteó, con su saco claro en el brazo. De repente, al oír un ruido, él se giró. Catalina, la orgullosa señorita de sociedad, la niña mimada de Diego se arrodilló frente a él. Sus ojos mostraban asombro. Ni siquiera cuando él estaba con Paula, ni cuando la presionó con frialdad para divorciarse.

Ella se había arrodillado. ¿Significaba esto que ese hombre ocupaba un lugar más importante en su corazón que él, quien era su esposo? Su primer impulso fue ayudarla a levantarse, pero al recordar que era la hija de su enemigo, retiró el pie que había adelantado y sonrió fríamente.

—Por Diego, realmente has perdido toda dignidad.

—Frente a una vida humana, la dignidad no vale nada.

Catalina realmente lo creía así. Antes pensaba que el amor propio y el orgullo eran la columna vertebral de una persona, pero cuando su padre tuvo problemas y ella no tenía dinero, teniendo que pedir ayuda, se dio cuenta de lo inmadura que era. Él, con el rostro sombrío, caminó hacia el ventanal. Afuera, sin que se dieran cuenta, había comenzado a nevar. Si no recordaba mal, a su suegro le encantaba la nieve.

—¡Si vas a arrodillarte, hazlo frente al edificio del Grupo Jiménez!

Se volteó y vio que ella se había quedado perpleja. Ella pensó que había oído mal, creyó que arrodillarse aquí ya era suficiente, pero su esposo era demasiado cruel.

— Parece que ese viejo no es tan importante para ti después de todo. —Mateo negó con la cabeza y resopló, dándose la vuelta para irse.

—Si me arrodillo, ¿salvarás a mi papá?

—Si quieres arrodillarte, hazlo. Si no, ¡lárgate! ¿Por qué tantas palabras? —perdió la paciencia, se aflojó la corbata con fastidio y se dio la vuelta para irse.

—Como desees, me arrodillaré.

La silueta de ímpetu hombre se estremeció bruscamente. ¿La siempre orgullosa señorita de los Jiménez se rebajaría a arrodillarse por ese viejo? Estaba impactado, sorprendido, y más aún, sentía una gran satisfacción de venganza. Diego había causado la muerte de toda su familia, así que él haría que la hija querida de su enemigo se arrodillara en la nieve para expiar sus pecados.

Frente al edificio del Grupo Jiménez, todo estaba cubierto de nieve blanca. Catalina se arrodilló en la nieve, el viento frío soplaba sin cesar, los copos caían sobre su cabello negro y rizado, y con solo un abrigo delgado, parecía frágil y miserable. Su espalda estaba muy recta. Su mirada era terca y decidida.

Un gran paraguas rojo apareció sobre su cabeza. Al no sentir más la invasión de los copos de nieve, se sorprendió un poco. Realmente no sabía quién, con los Jiménez en esta situación, aún la protegería con un paraguas. ¿Quién la cuidaría? Catalina pensó por mucho tiempo, sin poder imaginar quién podría ser.

Alguna vez tuvo una mejor amiga, pero Paula las había separado. ¿Sería Mateo? ¿Acaso sus palabras duras de antes solo fueron un arranque, y en realidad no soportaba verla sufrir ni un poco? Pensando en esto, levantó la mirada con alegría.
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