50.

Gian

Alba.

Ese nombre era lo primero que pensaba al despertar y lo último en que pensaba antes de cerrar los ojos, así fuera para morir, porque la muerte respiró muy cerca de mí por esa úlcera que no sabía que tenía y que terminó perforando la pared del estómago. Tuve que ser operado de emergencia y perdí horas invaluables para detener a esa maldita mentirosa, a la que por desgracia seguía amando con locura.

Necesitaba saber de ella y de mi hijo, pero nadie a mi alrededor cooperaba; nadie sabía nada, y las únicas personas que lo sabían no me iban a decir el paradero de Alba por nada del mundo.

Eso incluía a mi propia madre.

Seguía sin poder creer que ella aprobara semejante venganza. Por más que estuviese en contra de mis actos, no le correspondía ser la cómplice de Alba, mucho menos darle los recursos para escapar como la maldita cobarde que era.

—¿Qué se sabe sobre mi mujer? —le pregunté al detective que había contratado para que la buscara.

—Voló a Madrid, señor —respondió—. Pero e
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