Atrapada, en las manos del CEO
Atrapada, en las manos del CEO
Por: NatsZ
Capítulo Zero

—Amor, no es lo que parece...

Esas fueron las palabras que pronunció Damien, el novio de Libi desde hacía un año y medio, irguiéndose sobre la mujer que segundos antes embestía con frenesí en aquella noche tormentosa. Libi lo observaba desde la puerta de la habitación, consternada. Todo su mundo se le vino encima.

Ella había dicho que no iría a la fiesta. ¿Para qué ir si su novio estaría fuera de la ciudad? Pero fue, e intentó divertirse. Incluso lo defendió de las mujeres que, con malicia, lo acusaban de engañarla.

«Tú estás aquí bebiendo sola, como una tonta, mientras tu novio goza como nunca».

«¡Eso no es cierto! Él está de viaje».

«Por supuesto, dentro del coño de una puta».

Libi, dudando todavía de la realidad de la horrorosa escena, se talló los ojos. Luego hizo acopio de su fuerza y corrió como lo hacía en sus peores pesadillas.

Tropezó varias veces, abriéndose paso con desesperación entre la gente. Emergió a la noche húmeda, que lloraba como ella e inhaló su aliento gélido para conservar el suyo.

Las llaves del auto se le cayeron y las buscó a gatas sobre el barro. La visión empañada de tristeza ayudaba tan poco como su estado de ebriedad. Alguien con la firmeza de sus dedos no debía osar tocar un volante.

Encontró las llaves, subió al auto y aceleró, destrozado el corazón y perdida la cabeza.

El cielo se caía sobre el auto de Libi, un viejo Ford de segunda mano que seguía pagando con su trabajo en la librería. Los limpiaparabrisas gastados berreaban sonoramente contra el cristal, apenas despejándolo. Debía recordar cambiarlos... Debía mantener la vista fija en el camino, pero se le nublaba.

Se limpió rápido las lágrimas con la manga de su chaleco y miró la calle, agazapada contra el volante como un animal herido y asustado. Ningún auto había en la carretera, ningún peatón. Aceleró más porque el dolor la perseguía, sesenta, setenta... los números bailaban en el velocímetro.

La meta de su desenfrenada carrera era su casa. Deseaba acurrucarse bajo una manta y olvidarse del mundo entero.

La canción especial que compartía con Damien empezó a oírse, tan cargada de recuerdos de amor e ilusiones... su llanto empeoró. Estaba empapada de lluvia y lágrimas y tenía frío, temblaba. El cielo se caía también dentro de su auto.

La carretera seguía vacía. Estiró la mano y hurgó dentro del bolso para coger el teléfono y dejar de oír esa canción. Un vistazo rápido a la pantalla y supo que le había llegado un mensaje de él. Mentiras de él.

Nadie había en la calle.

Dio un segundo vistazo a las letras bailarinas. Se multiplicaban.

Ningún auto, nada.

Parpadeó varias veces para aclarar la vista y se concentró en la pantalla.

«Amor, puedo explicarte...»

Soltó algo parecido a una risa frustrada que acabó en quejido, en grito. Lanzó el teléfono contra el asiento y volvió la vista a la carretera. El camino, siempre recto, se había terminado y tenía una curva casi encima. Alcanzó a virar a menos de medio metro de chocar contra las barreras.

Pese al dolor lacerante que la carcomía, ella sonrió. Era una mujer con suerte.

Sin embargo, la suerte era como un ave que se posa un instante y alza el vuelo hacia quién sabe dónde. Lo siguiente que ocurrió fue demasiado rápido para sus embriagados sentidos. Su auto, como un animal que huía del peligro a ciegas, embistió algo, un bulto grande y oscuro que trizó el parabrisas y le pasó por encima como una pesada sombra.

A causa del impacto, su cabeza se agitó con violencia, mientras el volante se le incrustaba en el pecho y las costillas le crujían. El cinturón de seguridad, que olvidó ponerse con la prisa, colgaba a su lado, como un adorno.

Antes de que su mundo se tiñera de oscuridad, en milésimas de segundo, vio toda su vida pasar frente a sus ojos: el orfanato, el dolor. Sus padrastros, el dolor. Su primer novio, el dolor. Damien, el amor... el dolor... Las sombras de cada etapa de su vida eran de dolor.

¿Por qué?

Ahora se iría sin tener una respuesta.

El auto que seguía pagando se detuvo fuera del camino después de estamparse contra un árbol. El motor empezó a humear y las luces fijas iluminaron la noche. Sobre el volante, Libi yacía inconsciente, su cabeza sangraba.

Había sangre también en el parabrisas, en el techo y en la calle, pero no era de Libi. La lluvia pronto la diluiría, pero seguiría brotando del cuerpo desmadejado de un hombre siete metros más atrás, a quien la suerte había abandonado.

Sin embargo, el destino les tenía preparado algo mejor a ambos, aunque tardaría un poco en llegar. Por ahora, sus vidas ya se habían cruzado.

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