CLVII Desencajada
Libertad, en la cúspide de las desventuras de su cataclísmica vida, volvió a acercarse a los barrotes que desafiaban a su nombre. Ella iba a pedir ayuda a Lucy en cuanto le dieran su llamada, pero Irum, como un dios omnipresente que todo lo sabía, llegaba primero.

—¿Cómo está mi hija? —preguntó ella.

«¡Tiene una hija!», exclamaron con sorpresa las mujeres a su espalda.

—Asustada. Un hombre golpeó a su madre y luego ella lo golpeó de vuelta, y al guardia, y a dos policías. ¿Por qué llevabas un martillo en tu bolso?

«¡Un martillo!». Sus compañeras de celda eran el coro en la tragedia griega que era su vida.

—Por ti —susurró ella.

Y porque la pistola se le había quedado en casa.

—¿Sabes cuál es la pena por agredir a un policía?

Libi negó, apoyando con cansancio la cabeza contra los barrotes.

—Deja en paz a la chica, niño bonito. No se ha tomado sus medicinas —la defendió Marla.

Era en los peores momentos cuando afloraban las amistades verdaderas.

—¿Por qué te enojaste conmigo? —quiso s
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