Promesa de Revancha

El sonido de sus tacones resonaba en la acera mientras Eva avanzaba por las calles iluminadas de la ciudad. La brisa nocturna agitaba los mechones sueltos de su cabello, pero ella apenas lo notaba. Sus pensamientos seguían anclados en la humillación sufrida en la gala y en la inesperada intervención de Alejandro Duarte.

Cada palabra de Santiago aún ardía en su mente. “¿Estás segura de que perteneces aquí?” La frase se repetía como un eco cruel. Pero junto a la herida, algo más había despertado en su interior: una determinación férrea, un deseo ardiente de demostrarle a ese hombre —y al mundo entero— que ella no solo merecía estar allí, sino que pronto ocuparía un lugar que ni siquiera él podría imaginar.

Cruzó la avenida principal y entró al edificio modesto donde vivía. El ascensor, viejo y lento, la llevó hasta el cuarto piso. Al llegar a su apartamento, soltó un suspiro mientras cerraba la puerta tras de sí. El lugar era pequeño pero acogedor, con muebles sencillos y estanterías llenas de libros. Sobre la mesa del comedor, los apuntes de su proyecto seguían esparcidos, testigos de las noches en vela que había dedicado para perfeccionarlo.

Eva dejó la carpeta cuidadosamente sobre la mesa y se acercó al espejo del salón. Sus ojos castaños reflejaban una mezcla de dolor y determinación. Se quitó los pendientes y el collar sencillo que había usado esa noche, pero antes de retirarse el vestido, se detuvo.

—Santiago Duarte… —murmuró, pronunciando el nombre con un tono casi venenoso—. Vas a arrepentirte de haberme humillado.

Sus dedos se aferraron al borde del tocador con fuerza. No sabía cómo ni cuándo, pero juró que lo haría pagar. Y entonces, como si el destino le hubiese tendido la mano en el momento exacto, la imagen de Alejandro volvió a aparecer en su mente. La forma en que la había mirado, diferente a todos los demás. No con lástima ni con superioridad, sino con algo parecido a la curiosidad… y tal vez algo más.

Una idea comenzó a tomar forma en su mente, una posibilidad que, si jugaba bien sus cartas, podría cambiarlo todo. No solo demostraría su valía profesional, sino que, al final, haría que Santiago viera su nombre grabado en el corazón mismo del imperio familiar que él tanto adoraba. Y lo haría a través del hombre que más le dolería ver triunfar: su hermano mayor.

Con esa promesa ardiendo en su interior, Eva se preparó para el día siguiente.

A la mañana siguiente, el edificio corporativo de los Duarte se erguía imponente contra el cielo azul. Sus ventanales de vidrio reflejaban la luz del sol como si fuera un monumento a la ambición y el poder. Eva se detuvo frente a las puertas giratorias, ajustando el bolso sobre su hombro. Vestía un traje de chaqueta azul marino que había comprado para entrevistas importantes. No era de diseñador, pero le quedaba impecable y proyectaba la imagen profesional que necesitaba.

Respiró hondo y entró al vestíbulo. La recepcionista la recibió con una sonrisa educada pero distante.

—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarla?

—Tengo una reunión con el señor Alejandro Duarte —respondió Eva con firmeza, sintiendo un leve temblor en las manos que rápidamente controló.

—¿Su nombre?

—Eva Montenegro.

La recepcionista tecleó en su computadora y, tras un breve instante, asintió.

—El señor Duarte la recibirá en el piso 22. El ascensor está al fondo.

—Gracias.

Cada paso hacia el ascensor parecía resonar en su mente, marcando el compás de su destino. Al llegar al piso 22, las puertas se abrieron a una oficina amplia y moderna, con ventanales que ofrecían una vista panorámica de la ciudad. El ambiente olía a cuero y madera, una mezcla sutil que transmitía poder y sofisticación.

—Señorita Montenegro, pase por aquí —dijo una asistente con traje gris, guiándola hacia una puerta de doble hoja.

Eva entró y se encontró cara a cara con Alejandro Duarte. Él estaba de pie junto al ventanal, contemplando la ciudad con las manos en los bolsillos. Al oírla entrar, se giró y la observó durante unos segundos que parecieron eternos.

—Puntualidad. Eso dice mucho de una persona —comentó, esbozando una leve sonrisa mientras le indicaba un asiento frente a su escritorio.

—Prefiero aprovechar bien el tiempo —respondió Eva, sentándose con la espalda recta.

Alejandro tomó asiento al otro lado del escritorio, con la carpeta de su proyecto abierta frente a él.

—He revisado su propuesta con detenimiento. Es innovadora, eficiente y, lo más importante, realista. ¿Por qué cree que mi hermano la rechazó?

La pregunta directa tomó a Eva por sorpresa. Podría haber respondido con diplomacia, pero decidió apostar por la verdad.

—Porque no vio más allá de mi apellido ni de mi origen —dijo, sin apartar la mirada de Alejandro—. Pero si usted está dispuesto a juzgarme por mi trabajo y no por mi procedencia, le demostraré que esta propuesta puede llevar a la Fundación Duarte a un nivel que ni siquiera imagina.

Un destello de interés cruzó los ojos oscuros de Alejandro. Durante unos segundos, el silencio se extendió entre ellos, cargado de una tensión difícil de definir. Finalmente, Alejandro asintió.

—Bien. Le daré una oportunidad, señorita Montenegro. Quiero que presente este proyecto ante el comité ejecutivo el próximo viernes. Tendrá veinte minutos para convencerlos. ¿Cree poder lograrlo?

El corazón de Eva dio un vuelco. Aquella era la oportunidad que tanto había esperado, pero también sabía que fallar no era una opción.

—Lo lograré —afirmó sin titubear.

Alejandro esbozó una sonrisa leve, pero sus ojos mantenían esa intensidad que parecía capaz de ver más allá de las palabras.

—Perfecto. Mi asistente le proporcionará los detalles logísticos. Nos veremos el viernes.

Eva se levantó y estrechó la mano de Alejandro. El contacto fue breve, pero una corriente inexplicable recorrió su piel. Sin embargo, no dejó que aquello la desconcentrara.

Al salir de la oficina y caminar hacia el ascensor, sintió que su destino comenzaba a cambiar. No era solo una oportunidad profesional. Era el primer paso hacia la venganza que había jurado la noche anterior.

Porque Santiago Duarte la había despreciado. Pero pronto, muy pronto, él sería quien tuviera que inclinar la cabeza ante ella.

Y cuando ese día llegara, Eva Montenegro se aseguraría de que él nunca lo olvidara.

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