Episodio 1

Abril 29. Carolina del Norte .

Leonidas miró su reloj. Ocho en punto. Corriendo por toda la cafetería, cambió el letrero a "abierto" y después de pedirle a sus empleados que limpiasen una nueva vez las mesas, él se apresuró hasta quedar frente al gran cristal de la ventana. Tomando asiento en la mesa más recóndita y por la cual, tenía visión hacia la acera de enfrente.

Él sabía que no faltaba mucho tiempo para verlo pasar, y sintió extrañas cosquillas en su estómago de pura anticipación. Hacía casi dos meses, él había estado observando a un joven risueño que caminaba cada mañana y cada tarde frente a su cafetería, irradiando ternura y entusiasmo; correspondiendo a todas las sonrisas que iban dirigidas hacia él.

Y eso no era lo que más le atraía a Leonidas, sino que, indudablemente, aquél era el rubiecito que había estado mirando en el Desfile. Por supuesto, Leonidas jamás imaginó que él vivía en Carolina del Norte , y menos, que lo encontraría pasando cada día y a la misma hora por ese lugar, justo frente a sus ojos.

Cuando él y Jacob regresaron de Texas ese día, el Alfa no pudo quitar la sonrisa que le crecía en el rostro cada instante que recordaba al adorable omega. Y sin poder evitarlo, juró que la primera noche soñó con él. Su inocente sonrisa y tierna mirada, sin contar las sonrojadas mejillas y la bonita corona que adornaba su cabello.

Leonidas podía sentir escalofríos por todo su cuerpo, pensando que evidentemente, él se había quedado flechado. Y no es que fuera fiel creyente del amor a primera vista; de igual manera, él sabía que algo había hecho un mágico click. Quizás fuera el aura inocentona del muchacho, o tal vez, su adorable belleza.

Leonidas no estaba completamente seguro, pero tampoco podía dejar de admirarlo cada día. Imposibilitado, por alguna razón, a salir de la cafetería en el momento justo e invitarlo a pasar. Quizá, tan sólo preguntarle su nombre y aunque muchas veces había pensando hacerlo, una fuerza lo dejaba estancado en su lugar. Incapaz de levantarse o al menos, apartar la mirada de su menudo y delgadito cuerpo.

El primer día que lo vio por allí, juró que estaba alucinándolo. La misma sonrisa y el mismo rostro. Lo más sorprendente; la adorable coronita. Leonidas creyó que el omega la usaba por el desfile, pero se llevó un tierno gusto al descubrir que aquello, no era más que parte de su vestimenta diaria. Y no podía sentirse más atraído. ¿Qué chico llevaba flores en el cabello todos los días? Al parecer, Leonidas tenía la respuesta.

Cuando un par de personas comenzaron a ingresar en la cafetería, él se distrajo un momento, recibiéndolos con una sonrisa. Eran sus clientes fieles e inevitablemente, los podría reconocer en cualquier lugar.

Justo cuando su mirada volvió a posarse sobre su reloj, y por consiguiente en el exterior, admiró como saltarinamente el muchacho se acercaba. Su rostro relajado y una sonrisa curvando sus labios, pareciendo feliz ante todas las personas que lo rodeaban.

Aquel día el sol estaba bañando toda la ciudad, como lo hacía con la delicada piel morena. Él se veía realmente hermoso, y Leonidas no evitó sonreír en su asiento, íntegramente conmovido cuando pasó frente al cristal. Completamente ignorante de que un hombre lo llevaba observando desde hacía dos meses. Sin falta.

En algunas ocasiones, Leonidas se regañó a sí mismo, decidiendo que dejaría de hacerlo al resultar ser un poco aterrador. Pero cuando fue la hora exacta, él estuvo sentado en la mesa, ansioso por la espera y deleitándose con la asombrosa vista.

Deseaba más que nunca poder conocer a ese jovencito omega. Porque eso era, tan sólo un jovencito. Leonidas intentó no darle muchas vueltas a la cabeza, él había cumplido veintiocho y nunca se había enamorado realmente de alguien. ¿Podría haber cambiado eso?

En más de una ocasión se vio retenido por sí mismo, diciéndose que un muchacho como él, quizás no estaría interesado en alguien de su edad. Pero luego mandaba aquellas ideas al demonio, pensando que algún día tendría la suficiente valentía como para acercarse, invitarlo un café y pronto soltarle que estúpidamente, se había ilusionado con él.

Y parecía ridículo porque los adultos de su edad no hacían tales cosas.

Cuando el omega se perdió de su vista, Leonidas sintió como el corazón latía fuertemente dentro de su pecho, desenfrenado. Una sonrisa idiota en sus labios y podía jurar, sus mejillas sonrojadas. Aquello tan sólo sirvió para confirmarle que pronto debería ponerse en pie, y en vez de verlo, lo esperaría afuera; aunque no estaba totalmente seguro de cuándo podría realmente hacerlo.

De igual manera, su pecho estaba hinchado de regocijo, y dejando su asiento, decidió que era hora de trabajar. Podía sentirse íntegramente satisfecho, porque una mañana más, había visto a la simple razón de sus buenos días.

(...)

Ryle revoloteó con su mirada una vez más, admirando todo a su alrededor y buscando en los más recónditos lugares algún rostro familiar. Era su primer año en la universidad, y a pesar de que llevaba varios meses en ella, podía sentirse igual de nervioso que el primer día.

Cuando su mirada se posó en el beta de cabello marrón que se acercaba con una gran sonrisa, él alzó su mano en modo de saludo, como si él de verdad no lo hubiera visto ya. Antes de que él pudiera llegar frente al omega, éste fue jalado hacia atrás por unos brazos, sintiendo como su espalda chocaba contra un pecho y una respiración se pegaba a su cuello.

— Hola, florecitas — murmuró el beta a su oído. Las mejillas de Ryle de inmediato se colorearon cuando logró safarse del agarre, y saludó a su otro amigo con una gran sonrisa.

— ¡Hola, Darrel! — Exclamó, su voz emocionada mientras lo observaba. Joel llegó a su lado, pasando un brazo sobre sus hombros y saludando a Darrel con un asentimiento de cabeza— . Hola Joel.

— Llegas un poco tarde, ¿no crees? — Interrogó el Beta, una sonrisa divertida mientras empujaba el cuerpecito del omega para que comenzara a caminar. Darrel también lo hizo, tarareando una canción y pareciendo prontamente distraído.

— Lo siento, — se disculpó de inmediato, avergonzado— . Me detuve un par de veces porque las trenzas de mis zapatos se desamarraban. Me enojé mucho, ¡estaba cansándome!

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