Ecos de guerra 11

La noche se llenó de gruñidos y pisadas apresuradas. El bosque, que momentos antes había estado en un silencio antinatural, ahora era un caos de sombras y movimientos veloces.

Diego corrió en dirección al sonido de la señal de Marcus. Jack y Edward lo siguieron de cerca, sus cuerpos preparados para la lucha. Pero Diego lo sentía en sus huesos: algo no estaba bien.

El olor era distinto.

No era solo el aroma de los lobos de Marcus. Había algo más. Algo que no debería estar allí.

—Prepárense —murmuró Diego.

Jack asintió, transformándose en un instante. Su lobo era imponente, de pelaje negro y ojos dorados. Edward tardó un poco más, pero en segundos ya eran tres bestias avanzando entre los árboles.

Entonces, los vieron.

Cuatro lobos esperaban en la maleza. Pero no eran como los guerreros de Marcus de antes. Sus ojos brillaban con un fulgor enfermizo, y su respiración era irregular, casi como si estuvieran luchando contra algo en su interior.

Diego gruñó.

—¿Qué demonios…?

Uno de los lobos emitió un sonido gutural y saltó.

Diego reaccionó de inmediato, esquivando el ataque y girando con una velocidad brutal. Su garra se hundió en el costado del enemigo, pero algo lo hizo detenerse.

El lobo no sangró.

Se tambaleó un instante, pero luego, como si no sintiera dolor, giró hacia Diego con una sonrisa torcida en su hocico.

Eso no era normal.

—¡Diego! —gritó Jack, esquivando por poco el ataque de otro de los lobos.

Diego retrocedió un paso y se obligó a enfocarse. No podían perder tiempo tratando de entender qué eran esas criaturas.

Tenían que ganar.

Así que atacó.

Con la fuerza de un Alfa supremo, Diego se lanzó contra el lobo infectado. Esta vez, no se detuvo. Sus garras rasgaron su carne hasta lo más profundo, y con un último movimiento, le partió el cuello.

El lobo cayó al suelo, inmóvil.

Pero Diego apenas tuvo tiempo de procesarlo cuando otros tres salieron de entre los árboles.

—Esto no es normal —gruñó Edward, con su hocico ensangrentado.

Diego apretó los dientes.

—No. Marcus ha hecho algo.

Y lo iba a averiguar.

Pero primero, tenían que sobrevivir.

El instinto de Emma

En la cabaña, Emma sintió un dolor punzante en el pecho.

Se dobló ligeramente, respirando con dificultad.

—¿Emma? —preguntó Madelin, acercándose preocupada.

Emma apretó los dientes.

—Algo no está bien.

No sabía cómo lo sabía. No tenía lógica, pero lo sentía.

Diego estaba en peligro.

Y lo peor de todo…

Ella sabía que esto era solo el comienzo.

Emma se sostuvo el vientre con ambas manos. Sus gemelos se movían inquietos, como si también percibieran la amenaza.

—Tenemos que irnos de aquí —susurró.

Madelin la miró fijamente.

—No podemos. Diego dijo que…

—No me importa lo que dijo —interrumpió Emma, con una firmeza en su voz que sorprendió a la loba—. Algo terrible está pasando.

Madelin dudó un instante. Sabía que Diego le había ordenado proteger a Emma, pero también podía ver la determinación en sus ojos.

—Si vamos, estarás en peligro.

Emma respiró hondo.

—Si no vamos, tal vez Diego no regrese.

Madelin sintió un escalofrío.

Entonces, sin pensarlo más, asintió.

—Está bien. Pero si algo sale mal, corres.

Emma no respondió. Sabía que no lo haría.

La guerra había comenzado.

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