Transtornada por amor

Transtornada por amorES

Romántica
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Resumen
Índice

Kay era la esposa del doctor Gregory Calhoun, un medico muy afamado y millonario. Su vida, era totalmente normal, con los altibajos propios de las parejas. Acomodados, tienen un hijo, al que educan en un colegio público por deseo del doctor. Kay, sufre depresiones continuas y se refugia en la educación del niño, en sus amistades y en sus padres. En uno de sus transtornos, es ingresada en un centro psiquiatrico, mientras sus padres y su marido, cuidan de su hijo Dick. En un encuentro casual con el doctor, ella queda embarazada, y al poco de saberlo, su hijo fallece de una rara enfermedad, situación que se le oculta para que no le afecte al nuevo hijo que ya espera. Transcurrido un año, recibe el alta, ya que había perdido a la hija que esperaba. Enterada de la tragedia de su hijo Dick, cae de nuevo en una profunda depresión ... ¿Que hará el doctor para salvar su matrimonio y su vida conyugal? ¿Seguirá todo como siempre? La respuesta la tienen los lectores en ésta nueva novela de IVANNA WERMER.

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I
 Se abrió la puerta de la biblioteca.—Como Mahoma no va a la montaña…—¡Mamá, qué sorpresa más agradable! Pasa, pasa, mamaíta. Kay corrió hacia la elegante dama y la besó una y otra vez en ambas mejillas.—Mamá, ¡cuánto me alegro que hayas venido! ¿Y papá? ¿Por qué no te ha acompañado? —Su reuma no le deja tranquilo esta temporada — exclamó Lena Perkins, hundiéndose en el cómodo sofá. — ¿Y el niño? Resulta increíble en ti, ya que, por tu culpa, no le veamos en toda una semana. Papá está disgustado contigo. El bien quisiera venir, pero con este frío no se atreve a salir de casa. ¿Dónde está Gregory?—En la clínica, supongo. Tiene mucho trabajo estos días, apenas s
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I
siendo niño. Correría por un parque enarenado, seguido de dos o tres profesores. Y él, Gregory Calhoun, había corrido por mal cuidadas calles de un suburbio de Los Ángeles, sin profesores, rompiendo cristales porque le venía en gana y burlándose de los niños que vestían trajecitos de terciopelo con cuello de encaje. Y ahora, aquellos niños que ya eran hombres, le suplicaban a él. A él, que nació en una casucha junto a un padre borrachín y una madre lavandera que no abría la boca, que no soltase un juramento. En verdad resultaba gracioso.—Le suplico… por lo que más quiera.—Jamás quise algo determinado, —sonrió Gregory con flema.—Estoy esperando a querer algo, para atraparlo.—No bromee usted…Gregory siempre se preguntaba cómo había llegado él a donde lleg&oa
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II
Con gran sorpresa de Richard Ardrich y su esposa, el largo automóvil negro del doctor Calhoun entró en el parque a la mañana siguiente y se detuvo ante la escalinata principal. Richard Ardrich no reconoció en aquel hombre a la misma personalidad del médico que vio la noche anterior. Serio, frío, elegante y suave, entró en el vestíbulo y le saludó estrechando su mano. Luego preguntó por la enferma y Richard, maravillado, le condujo hasta la regia alcoba de su hija. Gregory la miró fijamente, dejó el maletín de cuero sobre una mesa auxiliar y a pasos quedos se aproximó al lecho, donde una mujer asombrosamente joven y bella, le miraba con sus grandes ojos melancólicos. A Gregory le impresionó vivamente aquella mirada. Estaba acostumbrado a ver caras nuevas todos los días, a tocar miembros de cuerpos, pero aquella mañana se sintió turbado al rozar la fina
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III
No fue fácil hablarle a Kay. Los esposos Ardrich se consultaron mutuamente, vieron el asunto desapasionadamente y se convencieron, al fin, de que para Kay era una suerte aquella petición de mano.—Pablo nunca solucionará su porvenir para casarse con Kay. Además, Kay necesita un hombre de dinero, la hemos acostumbrado a vivir con toda comodidad y Pablo jamás podrá darle a Kay cuanto aspira por su condición de hija única.—Pero yo no se lo diré a Kay, Richard.—Se lo diré yo. Y el señor Ardrich se dirigió a la alcoba de su hija donde ésta reposaba, tras haber almorzado. Había engordado un tanto, si bien su línea no había perdido la suavidad característica y sus ojos azules, de un azul intenso, parecían grandes bajo el arco de sus cejas. —Pasa, papá.—¿Cómo te encuentras?
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IV
La doncella dejó al pequeño Dick en la puerta de la biblioteca y el niño entró yendo directamente hacia su madre.—Mamaíta… —Nene, vida mía. Corrió hacia él y lo apretó contra sí. Pronto cumpliría cuatro años, era alto y delgado; se parecía a su padre. Sólo tenía de ella aquel hoyuelo en la cara, y el color azul intenso de sus ojos. La boca audaz, las cejas rectas, y el mentón enérgico eran de Greg.—¿Has aprendido mucho, Dick?—Sí. Ya sé la e, la a, la ge y la «ja». Kay se echó a reír dulcemente. —¿De veras? Vamos, te lavaré las manos y te daré yo misma de comer.—¿Dónde está papaíto?—No ha venido aún.Se escucharon pasos y la alta figura enjuta se
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IV
—¿Lo ves? Unos roban la lana y otros se llevan la fama o algo así. Mi querido Mark, tú eres mi mejor amigo. Aún recuerdo cuando, con los mocos en la cara, nos disputábamos la pelota en aquella nuestra barriada de Los Ángeles… Ya éramos íntimos amigos entonces. Luego, al encontrarnos en Nueva York, ambos con la carrera terminada, comprendimos que nuestros puntos de afinidad coincidían…—¿Qué tiene que ver eso, ahora?—Necesitaba a mi lado una persona de confianza. Alguien que me conozca lo suficiente para que no se ría de mis debilidades humanas Por eso te elegí a ti para ayudante. Por eso te tengo a mi lado en la clínica, por eso te hablo ahora.—Greg, tú no tienes debilidades humanas. Nunca las has tenido.—En efecto, pero ahora las tengo. Mordió el cigarrillo y lo aplastó en el cenicero. A&uac
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IV
Kay tomó a su hijo en brazos y lo depositó en el turismo azul. Luego abrió la portezuela y sentándose ante el volante, puso el auto en marcha. Se dirigía a casa de sus padres. Ahora lo hacía todas las tardes entretanto Greg estuviera fuera. No sabía a qué había ido, ni recibió carta alguna, ni conferencia telefónica, que le revelase su paradero. Habían transcurrido veinte días desde su marcha y las llamadas de los clientes se sucedían preguntando por el doctor. Ella decía invariablemente: «Se encuentra en Boston. Ignoro la fecha de su regreso». Era humillante que ella, su mujer, que hubiese de mentir en el primer caso y decir la verdad en el segundo. El auto entró en el parque enarenado y Kay recordó el día en que salió de allí en compañía de un casi desconocido que ya era su esposo. Hacía de ello cinco años y Greg seguía siendo para ella un enigma con corazón ardiente, que igual la lastimaba con sus besos, que la cubría de ternura con la mirada, ¿Qué había en el interior de aquel h
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V
Cuando le volvió a ver, todo revivió en ella; ahora, analizadas las cosas fríamente, se daba cuenta de que Pablo era para ella como otro amigo cualquiera, como Mark, como Joe, como tantos otros amigos de su marido que les visitaban con frecuencia. Y se alegraba de aquella conclusión. ¿Moría en ella el deseo o la posibilidad de amar a un hombre determinado, o se reducía aquella muerte solamente a Pablo? Ella era joven, tenía un corazón como cualquier mujer, su marido en este aspecto era un cero a la izquierda, un hombre que la había comprado y que tenía sobre ella todos los derechos y que quizá por haberse interpuesto en su vida de aquella manera brusca y forzada nunca lo admitiría de buen grado. Además, sus puntos de vista rara vez coincidían. Eran opuestos, completamente. Lo que a Greg le gustaba a ella le desagradaba enormemente, pero se había habituado a él. Era como aquel que se acostumbra a tomar una tableta para dormir y aunque sabe que perjudica a su salud, no puede conciliar
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VI
Cambió de ropa, se quitó el maquillaje ante el espejo, se duchó después y vistió la ropa de dormir. Ataba el cinturón de la bata sobre el pijama, cuando sintió los pasos inconfundibles. Se estremeció de pies a cabeza.—Hola —dijo Greg entrando en la alcoba. Y avanzó hacia ella con los ojos fijos en las pupilas femeninas que se mantenían inmóviles.—Kay…, ¿cómo estás?—Bien, Greg … He …, he leído la Prensa.—Ya. -La atraía hacia sí-. La besó en los ojos y luego en la boca.—¿Tienes frío? —preguntó ella muy bajo.—No.—Estás temblando. Greg no respondió. La besaba una y otra vez, insaciablemente. Era la primera vez, sí, que Kay Ardrich entregaba sus labios a su marido y Greg lo supo y su voz al hab
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VI
Los días se deslizaron lentamente. Gregory apenas si se detenía unos minutos en su casa. Pasaba las noches en el sanatorio, los días en la clínica y las tardes en el club. Kay tuvo tiempo de analizarse a fondo, pero no pudo o no quiso sacar una conclusión de aquellos análisis espirituales. Se preguntaba, como jamás se había preguntado, qué podía sentir Greg por ella. ¿Deseo? ¿Cariño? ¿Amor? Y como muchas otras veces no hubo conclusión, nunca podría saber los sentimientos que para ella guardaba Greg. Fueron días horribles en la soledad de su casa, junto a un Dick que no quería ir al colegio y a quien casi llevaban a la fuerza. Y cada vez que Dick se iba llorando de la mano de la doncella, Kay sentía que el corazón se le hacía trizas. Si Greg la amara, si ella amara a Greg, Dick no iría a aquel colegio. Ella, Kay, sabía la for
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