—Kay, yo estaré a tu lado.
—Ya sé, Greg.
—Por Dios, que la venida de ese hijo te haga feliz, Y, y si he faltado en algo, perdóname. Marchaba, Kay lo necesitaba a su lado. Levantó la cabeza. Le llamó.
—Gregory, Se detuvo de golpe sin dar la vuelta.
—Gregory, ven.
—No quiero disgustarte.
—Pues quédate a mi lado y, por favor, discúlpame Sin ti, yo no podría. Se volvió y despacio fue hacia ella.
—He sido el causante de tus sufrimientos desde que nos casamos. Tú amabas a otro hombre cuando te conocí. Me he cruzado en tu vida a la fuerza. Y ahora, quizá también a la fuerza.
—No digas tonterías, Greg. Quizá hayas entrado en mi vida a la fuerza, pero ahora no. Tú sabes que no. Tenía que ser así, no tengo nada que perdonarte. Quizá tú a mí
Jeremías esperaba pacientemente apoyado en la portezuela del lujoso coche. La mujer desde su interior, miraba hacia el suelo. El avión tomó tierra y el primero en bajar fue Greg. La mujer no bajó del auto. Quería recibirlo allí. Y llegó el hombre. Nada dijo. La miró tan sólo y se sentó junto a ella. Jeremías puso el coche en marcha.—¡Kay!… Se hundió en sus brazos.Jeremías, ruborizado; dio vuelta al retrovisor.—Greg…, amor mío.Las bocas se juntaban, las manos febriles buscaban el contacto del cuerpo querido. Y el susurro entrecortado de Kay diciendo cosas, cosas sin sentido.—Te quiero, Greg, amor mío. ¡Tanto y de tal manera!Y reía. Era grato para el hombre oír aquella risa, aquellas frases vulgares que siempre son sublimes para el que las escucha.—Tengo que darte
Se abrió la puerta de la biblioteca.—Como Mahoma no va a la montaña…—¡Mamá, qué sorpresa más agradable! Pasa, pasa, mamaíta. Kay corrió hacia la elegante dama y la besó una y otra vez en ambas mejillas.—Mamá, ¡cuánto me alegro que hayas venido! ¿Y papá? ¿Por qué no te ha acompañado? —Su reuma no le deja tranquilo esta temporada — exclamó Lena Perkins, hundiéndose en el cómodo sofá.— ¿Y el niño? Resulta increíble en ti, ya que, por tu culpa, no le veamos en toda una semana. Papá está disgustado contigo. El bien quisiera venir, pero con este frío no se atreve a salir de casa. ¿Dónde está Gregory?—En la clínica, supongo. Tiene mucho trabajo estos días, apenas s
siendo niño. Correría por un parque enarenado, seguido de dos o tres profesores. Y él, Gregory Calhoun, había corrido por mal cuidadas calles de un suburbio de Los Ángeles, sin profesores, rompiendo cristales porque le venía en gana y burlándose de los niños que vestían trajecitos de terciopelo con cuello de encaje. Y ahora, aquellos niños que ya eran hombres, le suplicaban a él. A él, que nació en una casucha junto a un padre borrachín y una madre lavandera que no abría la boca, que no soltase un juramento. En verdad resultaba gracioso.—Le suplico… por lo que más quiera.—Jamás quise algo determinado, —sonrió Gregory con flema.—Estoy esperando a querer algo, para atraparlo.—No bromee usted…Gregory siempre se preguntaba cómo había llegado él a donde lleg&oa
Con gran sorpresa de Richard Ardrich y su esposa, el largo automóvil negro del doctor Calhoun entró en el parque a la mañana siguiente y se detuvo ante la escalinata principal. Richard Ardrich no reconoció en aquel hombre a la misma personalidad del médico que vio la noche anterior. Serio, frío, elegante y suave, entró en el vestíbulo y le saludó estrechando su mano. Luego preguntó por la enferma y Richard, maravillado, le condujo hasta la regia alcoba de su hija. Gregory la miró fijamente, dejó el maletín de cuero sobre una mesa auxiliar y a pasos quedos se aproximó al lecho, donde una mujer asombrosamente joven y bella, le miraba con sus grandes ojos melancólicos. A Gregory le impresionó vivamente aquella mirada. Estaba acostumbrado a ver caras nuevas todos los días, a tocar miembros de cuerpos, pero aquella mañana se sintió turbado al rozar la fina
No fue fácil hablarle a Kay. Los esposos Ardrich se consultaron mutuamente, vieron el asunto desapasionadamente y se convencieron, al fin, de que para Kay era una suerte aquella petición de mano.—Pablo nunca solucionará su porvenir para casarse con Kay. Además, Kay necesita un hombre de dinero, la hemos acostumbrado a vivir con toda comodidad y Pablo jamás podrá darle a Kay cuanto aspira por su condición de hija única.—Pero yo no se lo diré a Kay, Richard.—Se lo diré yo. Y el señor Ardrich se dirigió a la alcoba de su hija donde ésta reposaba, tras haber almorzado. Había engordado un tanto, si bien su línea no había perdido la suavidad característica y sus ojos azules, de un azul intenso, parecían grandes bajo el arco de sus cejas.—Pasa, papá.—¿Cómo te encuentras?
La doncella dejó al pequeño Dick en la puerta de la biblioteca y el niño entró yendo directamente hacia su madre.—Mamaíta…—Nene, vida mía. Corrió hacia él y lo apretó contra sí. Pronto cumpliría cuatro años, era alto y delgado; se parecía a su padre. Sólo tenía de ella aquel hoyuelo en la cara, y el color azul intenso de sus ojos. La boca audaz, las cejas rectas, y el mentón enérgico eran de Greg.—¿Has aprendido mucho, Dick?—Sí. Ya sé la e, la a, la ge y la «ja». Kay se echó a reír dulcemente.—¿De veras? Vamos, te lavaré las manos y te daré yo misma de comer.—¿Dónde está papaíto?—No ha venido aún.Se escucharon pasos y la alta figura enjuta se
—¿Lo ves? Unos roban la lana y otros se llevan la fama o algo así. Mi querido Mark, tú eres mi mejor amigo. Aún recuerdo cuando, con los mocos en la cara, nos disputábamos la pelota en aquella nuestra barriada de Los Ángeles… Ya éramos íntimos amigos entonces. Luego, al encontrarnos en Nueva York, ambos con la carrera terminada, comprendimos que nuestros puntos de afinidad coincidían…—¿Qué tiene que ver eso, ahora?—Necesitaba a mi lado una persona de confianza. Alguien que me conozca lo suficiente para que no se ría de mis debilidades humanas Por eso te elegí a ti para ayudante. Por eso te tengo a mi lado en la clínica, por eso te hablo ahora.—Greg, tú no tienes debilidades humanas. Nunca las has tenido.—En efecto, pero ahora las tengo. Mordió el cigarrillo y lo aplastó en el cenicero. A&uac
Kay tomó a su hijo en brazos y lo depositó en el turismo azul. Luego abrió la portezuela y sentándose ante el volante, puso el auto en marcha. Se dirigía a casa de sus padres. Ahora lo hacía todas las tardes entretanto Greg estuviera fuera. No sabía a qué había ido, ni recibió carta alguna, ni conferencia telefónica, que le revelase su paradero. Habían transcurrido veinte días desde su marcha y las llamadas de los clientes se sucedían preguntando por el doctor. Ella decía invariablemente: «Se encuentra en Boston. Ignoro la fecha de su regreso». Era humillante que ella, su mujer, que hubiese de mentir en el primer caso y decir la verdad en el segundo. El auto entró en el parque enarenado y Kay recordó el día en que salió de allí en compañía de un casi desconocido que ya era su esposo. Hacía de ello cinco años y Greg seguía siendo para ella un enigma con corazón ardiente, que igual la lastimaba con sus besos, que la cubría de ternura con la mirada, ¿Qué había en el interior de aquel h