—Greg.
Avanzó hacia él. Se detuvo a su lado. Lo miró a los ojos, inquisitiva.
—¿Has traído a Dick?
Siempre la misma pregunta. El, era un instrumento, un medio, en la vida de su mujer. Los hijos era lo único interesante para Kay. Tuvo deseos de decir ya de una vez: «Dick ha muerto, tus padres son viejos. Me tienes sólo a mí». Pero no lo dijo. Calló. La amaba demasiado.
—No lo he traído.
—¡Ah!
—¿Cómo estás?
Debieran besarse. Era lógico que lo hicieran. Se habían besado muchas veces durante aquella enfermedad. Era ella, frágil, bonita, sensible, la que buscaba los labios del hombre y saciaba su sed de cariño. Ahora no. ¿Por qué? ¿Quién tenía la culpa? ¿El, que no se acercaba suficientemente porque temía apoderarse de lo
En el aeropuerto los esperaba el lujoso automóvil negro. Jeremías, el chófer uniformado, saltó al suelo y saludó a su ama, gorra en mano. Luego se hizo cargo de las maletas, las cargó en la parte trasera del coche y abrió las portezuelas para que subiesen sus señores. El auto se puso en marcha. Kay vestía rico abrigo de visón, calzaba altos zapatos y su rostro, de moderna belleza, miraba por la ventanilla con creciente ilusión. Aquellas luces de colores, aquellos rascacielos, aquellas calles suntuosas que le eran familiares, ponían en sus ojos una luz de felicidad. El auto enfiló la avenida West End, uno de los barrios más elegantes de Nueva York, y se detuvo ante la gran verja del palacio que era su hogar. Esta se abrió y el auto rodó de nuevo hasta la gran escalinata.—¿Estará Dick esperándome aquí, Greg? —preguntó la
Y durante un mes, dos, seis, ¡quién sabe!, vivió como un autómata. Apenas si veía a Greg, y si lo veía se cambiaban los saludos de rigor y luego guardaban silencio como si temieran enfrentarse. Greg regresaba todas las noches a casa y dormía en una alcoba muy separada del dormitorio que siempre ocupó con su mujer y ésta no parecía deseosa de cambiar aquel método de vida absurdo, impropio de dos seres jóvenes que, en buena lógica, debieran esperar de la vida algo más que aquella indiferencia ofensiva. ¿Acaso le culpaba de la muerte de Dick? Ello era inaudito. El, había luchado como jamás hombre alguno luchó, junto a la cabecera de su hijo. Noches y días sin dormir, sin alimento, pensando sólo en el niño, en la enfermedad extraña que se lo arrebatara. Y ella, Kay, creía quizá que le había dejado morir como si fuer
Sonó el timbre del teléfono y Kay, que se hallaba tendida en el diván junto al ventanal abierto, se puso en pie con pereza y tomó el receptor en sus manos.—Dígame.—Kay, me gustaría que pasaras por la clínica a las ocho de la noche.—¿Para qué, Greg?—Debo hacerte un reconocimiento a fondo.—Pero, -dijo con voz entrecortada.—Tendré que hacértelo cada seis meses durante estos primeros cinco años. Después, no.—¿Y tiene que ser hoy?—Es la única tarde que me veo sin mucho trabajo. Estaré solo en la clínica a esa hora. Ven en un taxi y después, si te parece, iremos los dos a pasar el fin de la jornada a una sala de fiestas. No recuerdo haber ido contigo por la calle y menos a una sala de fiestas. Nunca hemos bailado juntos, ¿verdad?&mdas
El señor, según las doncellas encargadas del aseo, descansaba en una alcoba muy lejos de su mujer Y luego durante el día apenas si se veían. ¿Quién tendría la culpa? Ella, la señora, era una monada de mujer y él, el señor, un hombre elegante y atractivo. Kay, ajena a los pensamientos de su doncella, terminó su tocado y bajó al vestíbulo. El taxi esperaba ya y subió a él temblándole un poco las piernas. Entró en la clínica a las ocho en punto. Nadie encontró a su paso. Mejor. Detestaba a la secretaria de su marido y prefería no verla. Greg, envuelto en su bata blanca y pasándole un brazo por los hombros, la condujo hasta el consultorio.—Qué blanco está todo —sonrió ella aturdida.—¿Nunca has estado aquí?—Es la primera vez.—Ya. ¿Quieres un
—Vamos, Greg.Greg dio la vuelta. Entraron en el auto. Kay agitó la cabeza. Nunca hablaba de su hijo muerto con Greg. Era como si Dick sólo le hubiera pertenecido a ella, y sólo a ella hubiera querido. Era injusta una vez más, pero Greg no se lo reprochó.—Hay una toalla ahí —dijo Greg poniendo el auto en marcha—. Sécate la cabeza. Esa frialdad puede hacerte daño. La joven tomó la toalla y secó el cabello, la cara, las manos.—¿Y tú, Greg?—Me seco solo.—Inclínate hacia aquí. Yo te secaré.No se movió, pero ella fue la que se incliné hacia el esposo y con suavidad le secó el cabello, la cara, el cuello, que mojaba su chaqueta.—Ya está bien, Kay.—Estás mojado aún.Sus manos friccionaron suavemente. Greg levantó los
Cuando Kay Ardrich abrió los ojos, volvió a cerrarlos con pereza. Súbitamente, se sentó en el lecho. La huella de la cabeza de Greg aún estaba allí. Saltó de la cama y se acercó al ventanal. El auto había desaparecido. Miró el reloj. Eran las once y media de la mañana. Se duchó y vistió luego rápidamente. Bajó al vestíbulo, Lena Ardrich ponía flores en un búcaro.—Buenos días, mamá.—Hola, hijita.—¿Hace mucho que marchó Greg?—Sí, bastante. Desayunamos juntos y él se fue a la clínica, creo que eran las nueve.—¿Por qué no me has llamado?—No merecía la pena. Has visto, sigue lloviendo, si bien ya no con tanta fuerza. ¿Digo que te sirvan el desayuno?—Sí, tengo apetito.Desa
—Kay, yo estaré a tu lado.—Ya sé, Greg.—Por Dios, que la venida de ese hijo te haga feliz, Y, y si he faltado en algo, perdóname. Marchaba, Kay lo necesitaba a su lado. Levantó la cabeza. Le llamó.—Gregory, Se detuvo de golpe sin dar la vuelta.—Gregory, ven.—No quiero disgustarte.—Pues quédate a mi lado y, por favor, discúlpame Sin ti, yo no podría. Se volvió y despacio fue hacia ella.—He sido el causante de tus sufrimientos desde que nos casamos. Tú amabas a otro hombre cuando te conocí. Me he cruzado en tu vida a la fuerza. Y ahora, quizá también a la fuerza.—No digas tonterías, Greg. Quizá hayas entrado en mi vida a la fuerza, pero ahora no. Tú sabes que no. Tenía que ser así, no tengo nada que perdonarte. Quizá tú a mí
Jeremías esperaba pacientemente apoyado en la portezuela del lujoso coche. La mujer desde su interior, miraba hacia el suelo. El avión tomó tierra y el primero en bajar fue Greg. La mujer no bajó del auto. Quería recibirlo allí. Y llegó el hombre. Nada dijo. La miró tan sólo y se sentó junto a ella. Jeremías puso el coche en marcha.—¡Kay!… Se hundió en sus brazos.Jeremías, ruborizado; dio vuelta al retrovisor.—Greg…, amor mío.Las bocas se juntaban, las manos febriles buscaban el contacto del cuerpo querido. Y el susurro entrecortado de Kay diciendo cosas, cosas sin sentido.—Te quiero, Greg, amor mío. ¡Tanto y de tal manera!Y reía. Era grato para el hombre oír aquella risa, aquellas frases vulgares que siempre son sublimes para el que las escucha.—Tengo que darte