EPILOGO

Jeremías esperaba pacientemente apoyado en la portezuela del lujoso coche. La mujer desde su interior, miraba hacia el suelo. El avión tomó tierra y el primero en bajar fue Greg. La mujer no bajó del auto. Quería recibirlo allí. Y llegó el hombre. Nada dijo. La miró tan sólo y se sentó junto a ella. Jeremías puso el coche en marcha.

—¡Kay!… Se hundió en sus brazos.

Jeremías, ruborizado; dio vuelta al retrovisor.

—Greg…, amor mío.

Las bocas se juntaban, las manos febriles buscaban el contacto del cuerpo querido. Y el susurro entrecortado de Kay diciendo cosas, cosas sin sentido.

—Te quiero, Greg, amor mío. ¡Tanto y de tal manera!

Y reía. Era grato para el hombre oír aquella risa, aquellas frases vulgares que siempre son sublimes para el que las escucha.

—Tengo que darte

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