No fue fácil hablarle a Kay. Los esposos Ardrich se consultaron mutuamente, vieron el asunto desapasionadamente y se convencieron, al fin, de que para Kay era una suerte aquella petición de mano.
—Pablo nunca solucionará su porvenir para casarse con Kay. Además, Kay necesita un hombre de dinero, la hemos acostumbrado a vivir con toda comodidad y Pablo jamás podrá darle a Kay cuanto aspira por su condición de hija única.
—Pero yo no se lo diré a Kay, Richard.
—Se lo diré yo. Y el señor Ardrich se dirigió a la alcoba de su hija donde ésta reposaba, tras haber almorzado. Había engordado un tanto, si bien su línea no había perdido la suavidad característica y sus ojos azules, de un azul intenso, parecían grandes bajo el arco de sus cejas.
—Pasa, papá.
—¿Cómo te encuentras?
—Estupendamente. Siento ganas de correr y de jugar al tenis. ¿Cuándo podré hacerlo?
—Cuando quieras. Estuve esta mañana con el doctor Calhoun.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que puedes hacer tu vida habitual sin temor alguno. Fue más el ruido que las nueces, ¿sabes? Y dime, Kay, ¿qué te ha parecido el doctor Calhoun?
—Muy amable.
—¿Sólo… eso?
—Me impone un poco, ¿sabes, papá? Su forma de mirar, su seriedad… a veces su brusquedad de movimientos… No sé, lo encuentro un hombre raro, de gran personalidad, que anula a todo el que esté a su lado.
—Kay…, yo tengo que decirte algo grave. Kay era de una docilidad extremada. Su bondad, además, enternecía a cualquiera y Ardrich iba a abusar de ella con todo conocimiento. Mas, por su bien, era necesario. Kay tenía que casarse con Gregory Calhoun, porque en poder de aquel hombre, estaba la salvación de su honra como caballero escocés y porque su situación económica no podría sostenerse por más tiempo sobre la falsa base. Y Kay era la única que podía solucionar el desastre que se avecinaba.
—Dime lo que sea, papá. ¿Tan grave es que pones esa cara?
—Muy grave es.
—Y tras una pausa—: Estamos arruinados.
Kay se incorporó en el lecho y enarcó las cejas. Había vivido como una reina dentro de aquel hogar, soñaba ya con la fiesta que ofrecerían sus padres con motivo de su puesta de largo y el hecho de saber ahora que todo se desvanecía, la descorazonó.
—Papá, yo no sabía…
—Ni pensaba decírtelo, pequeña. Pero las cosas se han precipitado. La hipoteca vence dentro de unos meses…
—¡Dios mío!, si Pablo y yo pudiésemos casarnos… El señor Ardrich se entristeció.
—Hijita, tengo algo más que decirte.
—¿Más, papá?
—Sí. El doctor Calhoun ha solicitado tu mano.
Ahora Kay cayó sobre la cama como si la hubiese empujado una mano invisible. ¡Gregory!… Aquel hombre inmutable que ella nunca comprendía… Aquel hombre serio, que tenía cabellos grises en las sienes…
—Papá… Lloraba con la cara oculta entre las manos.
—Kay, hijita…
—Papá, déjame pensar…
—El, tiene ese dinero que yo necesito, que tú necesitas, que necesita el nombre de los Ardrich… Pablo, sí, le quieres, pero eso pasará. Un amor de niños… Pasará, Kay. Kay quiso estar sola, y el señor Ardrich, al llegar al salón donde su esposa aguardaba el resultado ocultando la cara entre las manos, gimió:
—No puedo sacrificarla así, no puedo venderla…
—Vayamos a Escocia, Richard. Quizá tu hermano. El caballero levantó la cabeza.
—Sí, nos ofrecería un lugar a su lado, pero jamás dejaría de echarme en cara esta ruina, este desastre. Y yo no podría soportarlo. No por mí, sino por Kay, que sería humillada por sus primas.
—Iré yo a ver a Kay.
—Déjala. Ella no se ha negado. Quedó anonadada con la noticia de mi ruina y la de …
—No lo menciones, Richard.
—¡Dios mío! ¡Que yo haya llegado a esto, a esto!
La dama, después de mirar larga y tristemente a su marido, subió a la alcoba de Kay. Esta se había levantado y recorría la estancia de un lado, a otro. Pronto cumpliría dieciocho años, era ya una mujer casadera. Ella se había desposado con Richard a aquella edad y Richard no era un jovencito. Le llevaba catorce años y no por eso dejó de quererle apasionadamente. Y fue dichosa, muy dichosa.
—Kay…
—Pasa y cierra, mamá.
Lena contempló a su hija detenidamente. Estaba más pálida que de costumbre, pero sus ojos serenos, melancólicos, eran los mismos. Ojos llenos de bondad que enternecían, como seguramente habían enternecido al famoso doctor.
—Hijita… cualquier muchacha de la alta sociedad se volvería loca de contento por recibir esa proposición de matrimonio.
—Quizá no soy como ellas…
—Kay, tu amor por Pablo es cosa de niños. Pablo tendrá que esperar cuatro años, antes de terminar su carrera. Luego le será preciso situarse, labrarse un porvenir…
—Lo sé. Yo, estaba dispuesta a esperarlo.
—Es mucha espera, Kay.
—Pero le amo.
—¡Qué sabes tú del amor!
—No quiero aprender junto a un hombre como… ése.
—Será un fiel y honrado maestro para ti.
—No quiero que lo sea.
—¿Te niegas, Kay?
—Sí, mamá. Gregory Calhoun lo supo, pero no se inmutó por ello. Sonrió tan sólo y esperó.
Él había decidido detenerse al fin junto a una mujer determinada y tenía que ser aquélla. El hecho de que hubiese nacido en un arrabal miserable de una gran ciudad, no le inquietaba. Nadie parecía recordarlo. Todo el mundo le necesitaba y aquella joven bonita, de grandes ojos melancólicos, sería suya porque él conocía el carecer de lo más indispensable, y Ardrich no amaba la miseria. Otros dos meses y la hipoteca debía ser pagada, Ardrich decidió hablar con su sobrino y le expuso lo sucedido. Pablo se estremeció de pies a cabeza y se echó a llorar como un niño. Richard se sintió enternecido, si bien comprendió también que Pablo jamás sería el marido ideal para su hija.
—Tú no tienes dinero, Pablo —le dijo serio y razonable
— Yo tampoco.
Kay necesita casarse con ese hombre famoso y acaudalado.
—Sí, pero yo la amo.
—Eso pasará. Es un entusiasmo de hombre joven.
—Yo la amo —repetía obstinado.
—Pues por el bien de ella es preciso que te alejes. Y te ruego no le digas el porqué de tu alejamiento.
Pablo, mohíno, como un niño despojado de un juguete querido, marchó a pasar sus vacaciones a París con unos amigos y Kay, un día cualquiera, cuando vió el desespero, dijo, con acento ahogado y dejando caer las palabras lentamente:
—Dile a ese… hombre que sí.
De este modo, Kay se convirtió en la prometida de Gregory, el hombre famoso y rico, y luego, tres meses después, se celebraba la boda. Fue una boda por todo lo alto.
Se celebró en el palacio de los Ardrich —cuya hipoteca ya no existía— y acudió a la ceremonia todo el Nueva York elegante. Y las mujeres envidiaron a aquella jovencita linda, que se llevaba al hombre por todas codiciado. Kay nunca quiso pensar en los días que siguieron a su boda.
La insospechada experiencia no despertó en ella deseo de amar a su marido. A veces lo miraba cuando sabía qué no era observada y le producía turbación el hecho de pertenecerle. Días y días vagando de un lado a otro, junto a un hombre que la trataba como si fuera una mujer hecha y derecha. Sin comprender que era una niña con los ojos aún cerrados a muchos misterios de la vida. Y cuanto más se acercaban uno a otro, más alejamiento existía entre ellos. Kay nunca se entregó con ardor a aquella unión. Recibía lo que le daban, se mantenía en su concha bien cerrada y un día Gregory le dijo que era un molde de hielo bien formado. Regresaron a su nuevo hogar. Ocupó aquel puesto de señora, en el gran palacio del hombre famoso, recibió visitas; en compañía de Gregory acudió a fiestas y reuniones siempre que su marido tenía tiempo para ello. Al fin nació Dick. Se consagró a él. Supo que Gregory tenía amigas muy bellas. Encogió los hombros. Le importaba un ardite. Visitaba a sus padres una vez por semana y jamás, ante ellos, dejó ver la decepción de su vida matrimonial. Ante ellos demostraba que era feliz que amaba a su marido. Pero no era así.
—Y ahora, había sucedido «aquello».
Aquello que los ojos de Gregory presenciaron. Fue la noche anterior y aún no había vuelto a ver a su marido. Pablo, con su carrera concluida, hecho un hombre interesante había ido a verla. Trabajaba en una compañía neoyorquina y su posición era elevada. Kay tenía veintidós años. Una edad apropiada para casarse con Pablo. El amor que un día sintió por él, ante su presencia volvió de nuevo. Y estaban muy juntos, mirándose a los ojos cuando Greg entró en el salón. Pablo se hallaba de espaldas a la puerta y no pudo percatarse. Pero ella sintió los ojos de Gregory en su cara, como si la quemaran, como dos ardientes rayos, que se clavaran en su carne. E iba a correr hacia él cuando Greg giró sobre sus talones y desapareció tras el cortinón de terciopelo rojo. Por un instante sintió que odiaba a Pablo. Ella deseaba vivir tranquila, amando o no a su marido, pero tranquila allí, en aquel hogar donde tenía un hijo en común con su esposo. Se separó de Pablo y con voz firme le pidió que no volviese.
—No podemos amoldarnos a esta vida horrible, Kay —protestó el arquitecto—. No tengo tanto dinero como tu marido, pero sí el suficiente para poder proporcionarte, una vida sin necesidades. Pide la separación, alega incompatibilidad de caracteres. Kay h**o de reír. Estaba más bella que cuando la vio por última vez, infinitamente más bella y él la adoraba.
—Es un pretexto viejo y vulgar, Pablo —sonrió apenas—. Por otra parte, aun cuando recurriera a esta excusa, Greg podía probarme que mentía. Si existe una pareja en el mundo que se lleve bien, esa pareja somos Greg y yo. Quizá no lo amo como un día te amé a ti, pero soy feliz en esta casa, con él, junto a mi hijo. Y no puedo pedir la separación porque soy católica. Me casó un sacerdote y nunca viviré al margen de la Iglesia.
—¿Me condenas, pues, a vivir el resto de mi existencia lejos de ti?
—Sí. Y te ruego que no vuelvas a verme, No quiero que Greg tenga algo que echarme en cara. Ya te he dicho… —añadió bajo— que quiero vivir tranquila y no puedes negarme este derecho.
Muchos minutos después, Pablo se marchó, y ella, hundida en un diván sintió que, por primera vez no era dichosa. Había llegado a la conclusión que sin amor se puede vivir feliz y ahora ante Pablo, viéndolo joven, fuerte y arrogante, queriéndola como nunca, comprendía que el amor es indispensable en la vida de una mujer. Pero no por ello se entregaría a la ilusión primera. Amara o no a su marido, ella se debía a su hogar, a su hijo y jamás desharía aquél y humillaría a Dick… y a Greg… Esperó que regresara aquella noche. Era la primera Vez que Greg tenía algo que reprocharle y esperaba que lo hiciera para disculparse. Pero el doctor Calhoun no regresó aquella noche ni a la mañana siguiente. Kay se sintió deprimida. Cuando fue a ver a su madre, esperaba aún el regreso de su marido…
La doncella dejó al pequeño Dick en la puerta de la biblioteca y el niño entró yendo directamente hacia su madre.—Mamaíta…—Nene, vida mía. Corrió hacia él y lo apretó contra sí. Pronto cumpliría cuatro años, era alto y delgado; se parecía a su padre. Sólo tenía de ella aquel hoyuelo en la cara, y el color azul intenso de sus ojos. La boca audaz, las cejas rectas, y el mentón enérgico eran de Greg.—¿Has aprendido mucho, Dick?—Sí. Ya sé la e, la a, la ge y la «ja». Kay se echó a reír dulcemente.—¿De veras? Vamos, te lavaré las manos y te daré yo misma de comer.—¿Dónde está papaíto?—No ha venido aún.Se escucharon pasos y la alta figura enjuta se
—¿Lo ves? Unos roban la lana y otros se llevan la fama o algo así. Mi querido Mark, tú eres mi mejor amigo. Aún recuerdo cuando, con los mocos en la cara, nos disputábamos la pelota en aquella nuestra barriada de Los Ángeles… Ya éramos íntimos amigos entonces. Luego, al encontrarnos en Nueva York, ambos con la carrera terminada, comprendimos que nuestros puntos de afinidad coincidían…—¿Qué tiene que ver eso, ahora?—Necesitaba a mi lado una persona de confianza. Alguien que me conozca lo suficiente para que no se ría de mis debilidades humanas Por eso te elegí a ti para ayudante. Por eso te tengo a mi lado en la clínica, por eso te hablo ahora.—Greg, tú no tienes debilidades humanas. Nunca las has tenido.—En efecto, pero ahora las tengo. Mordió el cigarrillo y lo aplastó en el cenicero. A&uac
Kay tomó a su hijo en brazos y lo depositó en el turismo azul. Luego abrió la portezuela y sentándose ante el volante, puso el auto en marcha. Se dirigía a casa de sus padres. Ahora lo hacía todas las tardes entretanto Greg estuviera fuera. No sabía a qué había ido, ni recibió carta alguna, ni conferencia telefónica, que le revelase su paradero. Habían transcurrido veinte días desde su marcha y las llamadas de los clientes se sucedían preguntando por el doctor. Ella decía invariablemente: «Se encuentra en Boston. Ignoro la fecha de su regreso». Era humillante que ella, su mujer, que hubiese de mentir en el primer caso y decir la verdad en el segundo. El auto entró en el parque enarenado y Kay recordó el día en que salió de allí en compañía de un casi desconocido que ya era su esposo. Hacía de ello cinco años y Greg seguía siendo para ella un enigma con corazón ardiente, que igual la lastimaba con sus besos, que la cubría de ternura con la mirada, ¿Qué había en el interior de aquel h
Cuando le volvió a ver, todo revivió en ella; ahora, analizadas las cosas fríamente, se daba cuenta de que Pablo era para ella como otro amigo cualquiera, como Mark, como Joe, como tantos otros amigos de su marido que les visitaban con frecuencia. Y se alegraba de aquella conclusión. ¿Moría en ella el deseo o la posibilidad de amar a un hombre determinado, o se reducía aquella muerte solamente a Pablo? Ella era joven, tenía un corazón como cualquier mujer, su marido en este aspecto era un cero a la izquierda, un hombre que la había comprado y que tenía sobre ella todos los derechos y que quizá por haberse interpuesto en su vida de aquella manera brusca y forzada nunca lo admitiría de buen grado. Además, sus puntos de vista rara vez coincidían. Eran opuestos, completamente. Lo que a Greg le gustaba a ella le desagradaba enormemente, pero se había habituado a él. Era como aquel que se acostumbra a tomar una tableta para dormir y aunque sabe que perjudica a su salud, no puede conciliar
Cambió de ropa, se quitó el maquillaje ante el espejo, se duchó después y vistió la ropa de dormir. Ataba el cinturón de la bata sobre el pijama, cuando sintió los pasos inconfundibles. Se estremeció de pies a cabeza.—Hola —dijo Greg entrando en la alcoba. Y avanzó hacia ella con los ojos fijos en las pupilas femeninas que se mantenían inmóviles.—Kay…, ¿cómo estás?—Bien, Greg … He …, he leído la Prensa.—Ya. -La atraía hacia sí-. La besó en los ojos y luego en la boca.—¿Tienes frío? —preguntó ella muy bajo.—No.—Estás temblando. Greg no respondió. La besaba una y otra vez, insaciablemente. Era la primera vez, sí, que Kay Ardrich entregaba sus labios a su marido y Greg lo supo y su voz al hab
Los días se deslizaron lentamente. Gregory apenas si se detenía unos minutos en su casa. Pasaba las noches en el sanatorio, los días en la clínica y las tardes en el club. Kay tuvo tiempo de analizarse a fondo, pero no pudo o no quiso sacar una conclusión de aquellos análisis espirituales. Se preguntaba, como jamás se había preguntado, qué podía sentir Greg por ella. ¿Deseo? ¿Cariño? ¿Amor? Y como muchas otras veces no hubo conclusión, nunca podría saber los sentimientos que para ella guardaba Greg. Fueron días horribles en la soledad de su casa, junto a un Dick que no quería ir al colegio y a quien casi llevaban a la fuerza. Y cada vez que Dick se iba llorando de la mano de la doncella, Kay sentía que el corazón se le hacía trizas. Si Greg la amara, si ella amara a Greg, Dick no iría a aquel colegio. Ella, Kay, sabía la for
—Kay …, noto en tu voz algo raro. ¿Estás enferma?—Una vez cierres la consulta no te detengas en el club, Greg —pidió con voz ahogada—Tengo que decirte algo.Y colgó con ademán cansado. Aún se hallaba en el despacho cuando sintió el motor del auto de Greg. Miró el reloj. Habían transcurrido veinte minutos y aquel hecho la enterneció. A juzgar por la hora, Greg se hallaba en la consulta y si llegaba a su casa en aquel instante era que dejó todo para verla. ¿Por qué? ¿Por qué? Oyó la voz de una doncella:—¿La señora? En el despacho, señor. Sintió los pasos rápidos, inconfundibles, y luego vio la figura en el umbral.—¡Kay!—Estabas trabajando, Greg —susurró—. No debiste dejarlo. Greg se acercó rápidamente y se sent&oacu
—¿Tienes frío, Kay?—No. Me siento perfectamente en estas alturas. Pero dime, Greg, ¿has abandonado a tus enfermos?— Cuando lo creas conveniente volveré a Nueva York. Vendré a verte todos los fines de semana. Será fácil. Se hallaban en el departamento amplísimo que tenían a su nombre en el sanatorio de Suiza. El director de aquel sanatorio era amigo de Gregory y éste compartía con su mujer tres departamentos. Uno para la enfermera de Kay, otro para ésta y otro para él. Se hallaban en lo alto, casi cerca del cielo, y Kay respiraba mucho mejor.—Greg, ven a mi lado.El hombre se aproximó. Vestía un traje de franela oscuro y no llevaba corbata. Las ventanas se hallaban abiertas de par en par y se veía el monte a través de ellas, el parque por donde paseaban los enfermos, la carretera empinada que conducía a la