III

No fue fácil hablarle a Kay. Los esposos Ardrich se consultaron mutuamente, vieron el asunto desapasionadamente y se convencieron, al fin, de que para Kay era una suerte aquella petición de mano.

—Pablo nunca solucionará su porvenir para casarse con Kay. Además, Kay necesita un hombre de dinero, la hemos acostumbrado a vivir con toda comodidad y Pablo jamás podrá darle a Kay cuanto aspira por su condición de hija única.

—Pero yo no se lo diré a Kay, Richard.

—Se lo diré yo. Y el señor Ardrich se dirigió a la alcoba de su hija donde ésta reposaba, tras haber almorzado. Había engordado un tanto, si bien su línea no había perdido la suavidad característica y sus ojos azules, de un azul intenso, parecían grandes bajo el arco de sus cejas.

 —Pasa, papá.

—¿Cómo te encuentras?

—Estupendamente. Siento ganas de correr y de jugar al tenis. ¿Cuándo podré hacerlo?

—Cuando quieras. Estuve esta mañana con el doctor Calhoun.

—¿Y qué te ha dicho?

—Que puedes hacer tu vida habitual sin temor alguno. Fue más el ruido que las nueces, ¿sabes? Y dime, Kay, ¿qué te ha parecido el doctor Calhoun?

—Muy amable.

—¿Sólo… eso?

—Me impone un poco, ¿sabes, papá? Su forma de mirar, su seriedad… a veces su brusquedad de movimientos… No sé, lo encuentro un hombre raro, de gran personalidad, que anula a todo el que esté a su lado.

—Kay…, yo tengo que decirte algo grave. Kay era de una docilidad extremada. Su bondad, además, enternecía a cualquiera y Ardrich iba a abusar de ella con todo conocimiento. Mas, por su bien, era necesario. Kay tenía que casarse con Gregory Calhoun, porque en poder de aquel hombre, estaba la salvación de su honra como caballero escocés y porque su situación económica no podría sostenerse por más tiempo sobre la falsa base. Y Kay era la única que podía solucionar el desastre que se avecinaba.

—Dime lo que sea, papá. ¿Tan grave es que pones esa cara?

—Muy grave es.

—Y tras una pausa—: Estamos arruinados.

Kay se incorporó en el lecho y enarcó las cejas. Había vivido como una reina dentro de aquel hogar, soñaba ya con la fiesta que ofrecerían sus padres con motivo de su puesta de largo y el hecho de saber ahora que todo se desvanecía, la descorazonó.

—Papá, yo no sabía…

—Ni pensaba decírtelo, pequeña. Pero las cosas se han precipitado. La hipoteca vence dentro de unos meses…

—¡Dios mío!, si Pablo y yo pudiésemos casarnos… El señor Ardrich se entristeció.

—Hijita, tengo algo más que decirte.

—¿Más, papá?

—Sí. El doctor Calhoun ha solicitado tu mano.

Ahora Kay cayó sobre la cama como si la hubiese empujado una mano invisible. ¡Gregory!… Aquel hombre inmutable que ella nunca comprendía… Aquel hombre serio, que tenía cabellos grises en las sienes…

—Papá… Lloraba con la cara oculta entre las manos.

 —Kay, hijita…

—Papá, déjame pensar…

—El, tiene ese dinero que yo necesito, que tú necesitas, que necesita el nombre de los Ardrich… Pablo, sí, le quieres, pero eso pasará. Un amor de niños… Pasará, Kay. Kay quiso estar sola, y el señor Ardrich, al llegar al salón donde su esposa aguardaba el resultado ocultando la cara entre las manos, gimió:

—No puedo sacrificarla así, no puedo venderla…

—Vayamos a Escocia, Richard. Quizá tu hermano. El caballero levantó la cabeza.

 —Sí, nos ofrecería un lugar a su lado, pero jamás dejaría de echarme en cara esta ruina, este desastre. Y yo no podría soportarlo. No por mí, sino por Kay, que sería humillada por sus primas.

—Iré yo a ver a Kay.

—Déjala. Ella no se ha negado. Quedó anonadada con la noticia de mi ruina y la de …

—No lo menciones, Richard.

—¡Dios mío! ¡Que yo haya llegado a esto, a esto!

La dama, después de mirar larga y tristemente a su marido, subió a la alcoba de Kay. Esta se había levantado y recorría la estancia de un lado, a otro. Pronto cumpliría dieciocho años, era ya una mujer casadera. Ella se había desposado con Richard a aquella edad y Richard no era un jovencito. Le llevaba catorce años y no por eso dejó de quererle apasionadamente. Y fue dichosa, muy dichosa.

—Kay…

—Pasa y cierra, mamá.

Lena contempló a su hija detenidamente. Estaba más pálida que de costumbre, pero sus ojos serenos, melancólicos, eran los mismos. Ojos llenos de bondad que enternecían, como seguramente habían enternecido al famoso doctor.

—Hijita… cualquier muchacha de la alta sociedad se volvería loca de contento por recibir esa proposición de matrimonio.

—Quizá no soy como ellas…

—Kay, tu amor por Pablo es cosa de niños. Pablo tendrá que esperar cuatro años, antes de terminar su carrera. Luego le será preciso situarse, labrarse un porvenir…

—Lo sé. Yo, estaba dispuesta a esperarlo.

—Es mucha espera, Kay.

—Pero le amo.

—¡Qué sabes tú del amor!

—No quiero aprender junto a un hombre como… ése.

—Será un fiel y honrado maestro para ti.

—No quiero que lo sea.

—¿Te niegas, Kay?

—Sí, mamá. Gregory Calhoun lo supo, pero no se inmutó por ello. Sonrió tan sólo y esperó.

Él había decidido detenerse al fin junto a una mujer determinada y tenía que ser aquélla. El hecho de que hubiese nacido en un arrabal miserable de una gran ciudad, no le inquietaba. Nadie parecía recordarlo. Todo el mundo le necesitaba y aquella joven bonita, de grandes ojos melancólicos, sería suya porque él conocía el carecer de lo más indispensable, y Ardrich no amaba la miseria. Otros dos meses y la hipoteca debía ser pagada, Ardrich decidió hablar con su sobrino y le expuso lo sucedido. Pablo se estremeció de pies a cabeza y se echó a llorar como un niño. Richard se sintió enternecido, si bien comprendió también que Pablo jamás sería el marido ideal para su hija.

—Tú no tienes dinero, Pablo —le dijo serio y razonable

— Yo tampoco.

Kay necesita casarse con ese hombre famoso y acaudalado.

—Sí, pero yo la amo.

—Eso pasará. Es un entusiasmo de hombre joven.

—Yo la amo —repetía obstinado.

 —Pues por el bien de ella es preciso que te alejes. Y te ruego no le digas el porqué de tu alejamiento.

Pablo, mohíno, como un niño despojado de un juguete querido, marchó a pasar sus vacaciones a París con unos amigos y Kay, un día cualquiera, cuando vió el desespero, dijo, con acento ahogado y dejando caer las palabras lentamente:

—Dile a ese… hombre que sí.

De este modo, Kay se convirtió en la prometida de Gregory, el hombre famoso y rico, y luego, tres meses después, se celebraba la boda. Fue una boda por todo lo alto.

Se celebró en el palacio de los Ardrich —cuya hipoteca ya no existía— y acudió a la ceremonia todo el Nueva York elegante. Y las mujeres envidiaron a aquella jovencita linda, que se llevaba al hombre por todas codiciado. Kay nunca quiso pensar en los días que siguieron a su boda.

La insospechada experiencia no despertó en ella deseo de amar a su marido. A veces lo miraba cuando sabía qué no era observada y le producía turbación el hecho de pertenecerle. Días y días vagando de un lado a otro, junto a un hombre que la trataba como si fuera una mujer hecha y derecha. Sin comprender que era una niña con los ojos aún cerrados a muchos misterios de la vida. Y cuanto más se acercaban uno a otro, más alejamiento existía entre ellos. Kay nunca se entregó con ardor a aquella unión. Recibía lo que le daban, se mantenía en su concha bien cerrada y un día Gregory le dijo que era un molde de hielo bien formado. Regresaron a su nuevo hogar. Ocupó aquel puesto de señora, en el gran palacio del hombre famoso, recibió visitas; en compañía de Gregory acudió a fiestas y reuniones siempre que su marido tenía tiempo para ello. Al fin nació Dick. Se consagró a él. Supo que Gregory tenía amigas muy bellas. Encogió los hombros. Le importaba un ardite. Visitaba a sus padres una vez por semana y jamás, ante ellos, dejó ver la decepción de su vida matrimonial. Ante ellos demostraba que era feliz que amaba a su marido. Pero no era así.

—Y ahora, había sucedido «aquello».

Aquello que los ojos de Gregory presenciaron. Fue la noche anterior y aún no había vuelto a ver a su marido. Pablo, con su carrera concluida, hecho un hombre interesante había ido a verla. Trabajaba en una compañía neoyorquina y su posición era elevada. Kay tenía veintidós años. Una edad apropiada para casarse con Pablo.  El amor que un día sintió por él, ante su presencia volvió de nuevo. Y estaban muy juntos, mirándose a los ojos cuando Greg entró en el salón. Pablo se hallaba de espaldas a la puerta y no pudo percatarse. Pero ella sintió los ojos de Gregory en su cara, como si la quemaran, como dos ardientes rayos, que se clavaran en su carne. E iba a correr hacia él cuando Greg giró sobre sus talones y desapareció tras el cortinón de terciopelo rojo. Por un instante sintió que odiaba a Pablo. Ella deseaba vivir tranquila, amando o no a su marido, pero tranquila allí, en aquel hogar donde tenía un hijo en común con su esposo. Se separó de Pablo y con voz firme le pidió que no volviese.

—No podemos amoldarnos a esta vida horrible, Kay —protestó el arquitecto—. No tengo tanto dinero como tu marido, pero sí el suficiente para poder proporcionarte, una vida sin necesidades. Pide la separación, alega incompatibilidad de caracteres. Kay h**o de reír. Estaba más bella que cuando la vio por última vez, infinitamente más bella y él la adoraba.

—Es un pretexto viejo y vulgar, Pablo —sonrió apenas—. Por otra parte, aun cuando recurriera a esta excusa, Greg podía probarme que mentía. Si existe una pareja en el mundo que se lleve bien, esa pareja somos Greg y yo. Quizá no lo amo como un día te amé a ti, pero soy feliz en esta casa, con él, junto a mi hijo. Y no puedo pedir la separación porque soy católica. Me casó un sacerdote y nunca viviré al margen de la Iglesia.

—¿Me condenas, pues, a vivir el resto de mi existencia lejos de ti?

—Sí. Y te ruego que no vuelvas a verme, No quiero que Greg tenga algo que echarme en cara. Ya te he dicho… —añadió bajo— que quiero vivir tranquila y no puedes negarme este derecho.

Muchos minutos después, Pablo se marchó, y ella, hundida en un diván sintió que, por primera vez no era dichosa. Había llegado a la conclusión que sin amor se puede vivir feliz y ahora ante Pablo, viéndolo joven, fuerte y arrogante, queriéndola como nunca, comprendía que el amor es indispensable en la vida de una mujer. Pero no por ello se entregaría a la ilusión primera. Amara o no a su marido, ella se debía a su hogar, a su hijo y jamás desharía aquél y humillaría a Dick… y a Greg… Esperó que regresara aquella noche. Era la primera Vez que Greg tenía algo que reprocharle y esperaba que lo hiciera para disculparse. Pero el doctor Calhoun no regresó aquella noche ni a la mañana siguiente. Kay se sintió deprimida. Cuando fue a ver a su madre, esperaba aún el regreso de su marido…

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