Con gran sorpresa de Richard Ardrich y su esposa, el largo automóvil negro del doctor Calhoun entró en el parque a la mañana siguiente y se detuvo ante la escalinata principal. Richard Ardrich no reconoció en aquel hombre a la misma personalidad del médico que vio la noche anterior. Serio, frío, elegante y suave, entró en el vestíbulo y le saludó estrechando su mano. Luego preguntó por la enferma y Richard, maravillado, le condujo hasta la regia alcoba de su hija. Gregory la miró fijamente, dejó el maletín de cuero sobre una mesa auxiliar y a pasos quedos se aproximó al lecho, donde una mujer asombrosamente joven y bella, le miraba con sus grandes ojos melancólicos. A Gregory le impresionó vivamente aquella mirada. Estaba acostumbrado a ver caras nuevas todos los días, a tocar miembros de cuerpos, pero aquella mañana se sintió turbado al rozar la fina muñeca de aquella enferma.
—¿Cuántos años tiene usted? —preguntó con suave acento, muy diferente a su habitual brusquedad.
—Diecisiete.
—Muy pocos. La auscultó detenidamente. No explicó por qué había ido, si empujado por aquella amiga íntima o por curiosidad, o simplemente por gusto. Richard jamás supo el motivo, pues cuando preguntó al abogado, éste dijo que nunca pudo localizar a la amiga de la cual le había hablado.
—Hablaré con el laboratorio —dijo, incorporándose— y vendrán a hacerle un análisis. ¿Tiene usted los últimos, señor Ardrich?
—Sí, señor.
—Tráigalos, por favor. Richard se apresuró a entregárselos a Gregory, y éste, levantando los ojos, murmuró:
—Con su permiso voy a sentarme.
—Por supuesto, doctor.
Y le aproximó una butaca junto a la cama. Gregory Calhoun se sentó y desplegó los papeles. Los estudió con atención muy propia de él y después, doblándolos, los guardó en su bolsillo. Marchó sin diagnosticar la dolencia que sufría la enferma, y sin mencionar si volvería al día siguiente. Mas, al anochecer de aquel mismo día, Gregory Calhoun volvió y desde entonces la visitó dos veces en veinticuatro horas durante una semana entera.
Era la primera vez que sentaba un precedente de aquella índole, y los señores Ardrich estaban francamente asombrados, si bien en momento alguno, durante aquella semana, pudieron sacar nada en claro acerca de las manipulaciones del famoso doctor. Kay tenía un primo tan escaso de dinero como ella, que estudiaba para arquitecto y que la amaba intensamente. Contaba veintidós años. Kay le correspondía con la fuerza e ilusión propias de sus diecisiete primaveras, y los señores Ardrich, que deseaban un hombre rico para su hija, se sentían muy disgustados, pues por un lado no querían contrariar a Kay, y por otro comprendían que su hija jamás podría casarse con un hombre, que, como ella, careciera de capital. Gregory en una de sus visitas al palacio de los Ardrich, conoció a Pablo Gatica, un muchacho joven, apocado, que miraba con ojos lánguidos a la enferma desde un ángulo de la alcoba.
Aquello hizo mucha gracia a Gregory, y hasta consideró ridículo que la jovencita enferma suspirase al ver a su pariente, a quien Gregory predijo, para sus adentros, un probable fracaso sentimental en toda la regla. Reunidos en el despacho del señor Ardrich, Gregory habló a éste acerca de la enfermedad de su hija. Le dijo que se trataba de una lesión pulmonar y que, aunque no incurable, la enfermedad era de cuidado. Añadió que se ocuparía de ella hasta verla restablecida y, cuando asombrado por aquella súbita generosidad Ardrich le preguntó por sus honorarios, Gregory dijo que hablarían de ello en otra ocasión. Puso en tratamiento a la joven y bajo su vigilancia médica Kay fue mejorando día tras día hasta que tres meses después, le autorizó para levantarse. El primer día que Gregory la vio levantada, la analizó con sus ojos de lince, de pies a cabeza y enarcó una ceja como si se interrogara a sí mismo. Kay no era una mujer alta, pero sí de una perfección de líneas tan puras, que Gregory decidió, desde aquel instante, hacerla su mujer. Conocía el amor de la enferma por aquel joven que estudiaba Arquitectura, pero esto, para un hombre como él, era secundario. Mas tratándose de la juventud de Kay y de la situación económica de sus padres, decidió hablar con el señor Ardrich inmediatamente. Y, como Gregory Calhoun no entendía de medias palabras cuando había que decirlas enteras, pidió una entrevista al caballero y le dijo estas palabras:
—Deseo casarme con su hija.
El señor Ardrich llevóse la mano a la frente y abrió una boca de palmo. Que un hombre como Gregory Calhoun, codiciado por todas las jóvenes casaderas de la aristocracia se prendase de su hija, lo halagaba, si bien le producía un pánico extraño. Gregory tenía mucho dinero, podía salvarles de la ruina con sólo mover un dedo, pero Kay era demasiado joven, estaba enamorada de Pablo y, además, convaleciente de una grave enfermedad.
—No quiero una respuesta inmediata —añadió Gregory, con flema—, consúltelo con su hija y hábleme después. Mi cometido como médico ha terminado aquí, su hija se encuentra perfectamente bien y dentro de quince días puede salir a la calle.
Y sin decirle el porqué de su interés en hacerla su mujer, Gregory Calhoun se marchó de aquella casa. Dos días después, y aun sin que Kay supiera nada, el señor Ardrich, una vez consultó el caso con su esposa, se personó en el palacio del médico dispuesto a hablar abiertamente con él. No quisieron recibirle y h**o de concertar la entrevista telefónicamente con el propio doctor para que la secretaria de éste, le introdujese en el despacho particular del mismo.
—Deseo hablarle de mi hija.
—Siéntese —ofreció Gregory, tras de saludar al caballero—. ¿Cómo se encuentra? Hace días que nada sé de ustedes.
—En primer lugar, quiero saber lo que le debo, señor Calhoun.
Gregory movió los labios en sonrisa velada. ¡Lo que le debían! Mucho, por supuesto, pero Ardrich no podría pagarle jamás, aun cuando vendiera la hipoteca y el resto de sus bienes, que no eran muchos, a decir verdad, si bien ni con otros tantos, llegaría a cubrir los honorarios de Gregory, en el caso de que éste los exigiera.
—No hablemos de eso. Deseo hacer de su hija mi esposa y todo quedará entre nosotros.
—De todos modos, prefiero pagarle. No haciéndolo, me vería obligado con usted y no deseo forzar a mi hija. Y Gregory, que era la práctica hecha hombre, dijo sin inmutarse:
—Conozco la situación económica por la cual atraviesa usted, señor Ardrich, y sé que convencerá a su hija. Le conviene a usted. Ardrich se había puesto pálido de repente y erguido miraba con rabia al inmutable doctor Calhoun.
—Señor Calhoun —dijo, altivo—. No pienso venderle mi hija.
—Ni yo quiero comprarla.
—Usted no la ama.
—Vera usted, cada hombre mide el amor según su temperamento. Para mí, el amor es una cosa necesaria, indispensable, si bien reconozco que se puede vivir sin él, magníficamente. No obstante, a muchos sentimientos les damos el nombre de amor. Su hija, de usted es atractiva, joven para un hombre como yo, linda y educada. Yo no soy educado ni joven, y quiero casarme. No tengo tiempo de buscar esposa y debo confesar, que la necesito y quiero que tenga todo aquello que yo no he tenido. No podría soportar a mi lado una mujer sobresaliente, altanera, vocinglera y presumida. Por eso le hablo con lealtad. Su hija de usted, amigo mío, es un tesoro y yo la amaré a medida de mis posibilidades.
—Habla usted de la mujer como si se tratara de un microbio sin importancia.
—Si usted fuera médico se daría cuenta de que todos los microbios la tienen — rió, flemático—. Dotaré a su hija… —aquí nombró una cifra que nubló la vista al señor Ardrich—, vivirá aquí, en este palacio, y le prometo a usted que nunca se arrepentirá de habérmela entregado. No estoy loco por ella, señor Ardrich —añadió suavemente—, ni voy a hacer una comedia de enamorado impropia de mi edad y mi posición, pero he tratado a muchas mujeres, sé lo que es una mujer y, francamente, me gustaría terminar mi libertad junto a una muchacha como Kay.
—Me aterra su modo de expresarse, señor Calhoun. Da la impresión de que el matrimonio es, para usted, un negocio secundario.
—No soy hombre de negocios —sonrió, indiferente—. Soy hombre de ciencia y necesito a mi lado una mujer como su hija. Eso es todo. Ruego a usted hable con Kay y después… —agitó la mano— obraremos en consecuencia
No fue fácil hablarle a Kay. Los esposos Ardrich se consultaron mutuamente, vieron el asunto desapasionadamente y se convencieron, al fin, de que para Kay era una suerte aquella petición de mano.—Pablo nunca solucionará su porvenir para casarse con Kay. Además, Kay necesita un hombre de dinero, la hemos acostumbrado a vivir con toda comodidad y Pablo jamás podrá darle a Kay cuanto aspira por su condición de hija única.—Pero yo no se lo diré a Kay, Richard.—Se lo diré yo. Y el señor Ardrich se dirigió a la alcoba de su hija donde ésta reposaba, tras haber almorzado. Había engordado un tanto, si bien su línea no había perdido la suavidad característica y sus ojos azules, de un azul intenso, parecían grandes bajo el arco de sus cejas.—Pasa, papá.—¿Cómo te encuentras?
La doncella dejó al pequeño Dick en la puerta de la biblioteca y el niño entró yendo directamente hacia su madre.—Mamaíta…—Nene, vida mía. Corrió hacia él y lo apretó contra sí. Pronto cumpliría cuatro años, era alto y delgado; se parecía a su padre. Sólo tenía de ella aquel hoyuelo en la cara, y el color azul intenso de sus ojos. La boca audaz, las cejas rectas, y el mentón enérgico eran de Greg.—¿Has aprendido mucho, Dick?—Sí. Ya sé la e, la a, la ge y la «ja». Kay se echó a reír dulcemente.—¿De veras? Vamos, te lavaré las manos y te daré yo misma de comer.—¿Dónde está papaíto?—No ha venido aún.Se escucharon pasos y la alta figura enjuta se
—¿Lo ves? Unos roban la lana y otros se llevan la fama o algo así. Mi querido Mark, tú eres mi mejor amigo. Aún recuerdo cuando, con los mocos en la cara, nos disputábamos la pelota en aquella nuestra barriada de Los Ángeles… Ya éramos íntimos amigos entonces. Luego, al encontrarnos en Nueva York, ambos con la carrera terminada, comprendimos que nuestros puntos de afinidad coincidían…—¿Qué tiene que ver eso, ahora?—Necesitaba a mi lado una persona de confianza. Alguien que me conozca lo suficiente para que no se ría de mis debilidades humanas Por eso te elegí a ti para ayudante. Por eso te tengo a mi lado en la clínica, por eso te hablo ahora.—Greg, tú no tienes debilidades humanas. Nunca las has tenido.—En efecto, pero ahora las tengo. Mordió el cigarrillo y lo aplastó en el cenicero. A&uac
Kay tomó a su hijo en brazos y lo depositó en el turismo azul. Luego abrió la portezuela y sentándose ante el volante, puso el auto en marcha. Se dirigía a casa de sus padres. Ahora lo hacía todas las tardes entretanto Greg estuviera fuera. No sabía a qué había ido, ni recibió carta alguna, ni conferencia telefónica, que le revelase su paradero. Habían transcurrido veinte días desde su marcha y las llamadas de los clientes se sucedían preguntando por el doctor. Ella decía invariablemente: «Se encuentra en Boston. Ignoro la fecha de su regreso». Era humillante que ella, su mujer, que hubiese de mentir en el primer caso y decir la verdad en el segundo. El auto entró en el parque enarenado y Kay recordó el día en que salió de allí en compañía de un casi desconocido que ya era su esposo. Hacía de ello cinco años y Greg seguía siendo para ella un enigma con corazón ardiente, que igual la lastimaba con sus besos, que la cubría de ternura con la mirada, ¿Qué había en el interior de aquel h
Cuando le volvió a ver, todo revivió en ella; ahora, analizadas las cosas fríamente, se daba cuenta de que Pablo era para ella como otro amigo cualquiera, como Mark, como Joe, como tantos otros amigos de su marido que les visitaban con frecuencia. Y se alegraba de aquella conclusión. ¿Moría en ella el deseo o la posibilidad de amar a un hombre determinado, o se reducía aquella muerte solamente a Pablo? Ella era joven, tenía un corazón como cualquier mujer, su marido en este aspecto era un cero a la izquierda, un hombre que la había comprado y que tenía sobre ella todos los derechos y que quizá por haberse interpuesto en su vida de aquella manera brusca y forzada nunca lo admitiría de buen grado. Además, sus puntos de vista rara vez coincidían. Eran opuestos, completamente. Lo que a Greg le gustaba a ella le desagradaba enormemente, pero se había habituado a él. Era como aquel que se acostumbra a tomar una tableta para dormir y aunque sabe que perjudica a su salud, no puede conciliar
Cambió de ropa, se quitó el maquillaje ante el espejo, se duchó después y vistió la ropa de dormir. Ataba el cinturón de la bata sobre el pijama, cuando sintió los pasos inconfundibles. Se estremeció de pies a cabeza.—Hola —dijo Greg entrando en la alcoba. Y avanzó hacia ella con los ojos fijos en las pupilas femeninas que se mantenían inmóviles.—Kay…, ¿cómo estás?—Bien, Greg … He …, he leído la Prensa.—Ya. -La atraía hacia sí-. La besó en los ojos y luego en la boca.—¿Tienes frío? —preguntó ella muy bajo.—No.—Estás temblando. Greg no respondió. La besaba una y otra vez, insaciablemente. Era la primera vez, sí, que Kay Ardrich entregaba sus labios a su marido y Greg lo supo y su voz al hab
Los días se deslizaron lentamente. Gregory apenas si se detenía unos minutos en su casa. Pasaba las noches en el sanatorio, los días en la clínica y las tardes en el club. Kay tuvo tiempo de analizarse a fondo, pero no pudo o no quiso sacar una conclusión de aquellos análisis espirituales. Se preguntaba, como jamás se había preguntado, qué podía sentir Greg por ella. ¿Deseo? ¿Cariño? ¿Amor? Y como muchas otras veces no hubo conclusión, nunca podría saber los sentimientos que para ella guardaba Greg. Fueron días horribles en la soledad de su casa, junto a un Dick que no quería ir al colegio y a quien casi llevaban a la fuerza. Y cada vez que Dick se iba llorando de la mano de la doncella, Kay sentía que el corazón se le hacía trizas. Si Greg la amara, si ella amara a Greg, Dick no iría a aquel colegio. Ella, Kay, sabía la for
—Kay …, noto en tu voz algo raro. ¿Estás enferma?—Una vez cierres la consulta no te detengas en el club, Greg —pidió con voz ahogada—Tengo que decirte algo.Y colgó con ademán cansado. Aún se hallaba en el despacho cuando sintió el motor del auto de Greg. Miró el reloj. Habían transcurrido veinte minutos y aquel hecho la enterneció. A juzgar por la hora, Greg se hallaba en la consulta y si llegaba a su casa en aquel instante era que dejó todo para verla. ¿Por qué? ¿Por qué? Oyó la voz de una doncella:—¿La señora? En el despacho, señor. Sintió los pasos rápidos, inconfundibles, y luego vio la figura en el umbral.—¡Kay!—Estabas trabajando, Greg —susurró—. No debiste dejarlo. Greg se acercó rápidamente y se sent&oacu