La doncella dejó al pequeño Dick en la puerta de la biblioteca y el niño entró yendo directamente hacia su madre.
—Mamaíta…
—Nene, vida mía. Corrió hacia él y lo apretó contra sí. Pronto cumpliría cuatro años, era alto y delgado; se parecía a su padre. Sólo tenía de ella aquel hoyuelo en la cara, y el color azul intenso de sus ojos. La boca audaz, las cejas rectas, y el mentón enérgico eran de Greg.
—¿Has aprendido mucho, Dick?
—Sí. Ya sé la e, la a, la ge y la «ja». Kay se echó a reír dulcemente.
—¿De veras? Vamos, te lavaré las manos y te daré yo misma de comer.
—¿Dónde está papaíto?
—No ha venido aún.
Se escucharon pasos y la alta figura enjuta se
—¿Lo ves? Unos roban la lana y otros se llevan la fama o algo así. Mi querido Mark, tú eres mi mejor amigo. Aún recuerdo cuando, con los mocos en la cara, nos disputábamos la pelota en aquella nuestra barriada de Los Ángeles… Ya éramos íntimos amigos entonces. Luego, al encontrarnos en Nueva York, ambos con la carrera terminada, comprendimos que nuestros puntos de afinidad coincidían…—¿Qué tiene que ver eso, ahora?—Necesitaba a mi lado una persona de confianza. Alguien que me conozca lo suficiente para que no se ría de mis debilidades humanas Por eso te elegí a ti para ayudante. Por eso te tengo a mi lado en la clínica, por eso te hablo ahora.—Greg, tú no tienes debilidades humanas. Nunca las has tenido.—En efecto, pero ahora las tengo. Mordió el cigarrillo y lo aplastó en el cenicero. A&uac
Kay tomó a su hijo en brazos y lo depositó en el turismo azul. Luego abrió la portezuela y sentándose ante el volante, puso el auto en marcha. Se dirigía a casa de sus padres. Ahora lo hacía todas las tardes entretanto Greg estuviera fuera. No sabía a qué había ido, ni recibió carta alguna, ni conferencia telefónica, que le revelase su paradero. Habían transcurrido veinte días desde su marcha y las llamadas de los clientes se sucedían preguntando por el doctor. Ella decía invariablemente: «Se encuentra en Boston. Ignoro la fecha de su regreso». Era humillante que ella, su mujer, que hubiese de mentir en el primer caso y decir la verdad en el segundo. El auto entró en el parque enarenado y Kay recordó el día en que salió de allí en compañía de un casi desconocido que ya era su esposo. Hacía de ello cinco años y Greg seguía siendo para ella un enigma con corazón ardiente, que igual la lastimaba con sus besos, que la cubría de ternura con la mirada, ¿Qué había en el interior de aquel h
Cuando le volvió a ver, todo revivió en ella; ahora, analizadas las cosas fríamente, se daba cuenta de que Pablo era para ella como otro amigo cualquiera, como Mark, como Joe, como tantos otros amigos de su marido que les visitaban con frecuencia. Y se alegraba de aquella conclusión. ¿Moría en ella el deseo o la posibilidad de amar a un hombre determinado, o se reducía aquella muerte solamente a Pablo? Ella era joven, tenía un corazón como cualquier mujer, su marido en este aspecto era un cero a la izquierda, un hombre que la había comprado y que tenía sobre ella todos los derechos y que quizá por haberse interpuesto en su vida de aquella manera brusca y forzada nunca lo admitiría de buen grado. Además, sus puntos de vista rara vez coincidían. Eran opuestos, completamente. Lo que a Greg le gustaba a ella le desagradaba enormemente, pero se había habituado a él. Era como aquel que se acostumbra a tomar una tableta para dormir y aunque sabe que perjudica a su salud, no puede conciliar
Cambió de ropa, se quitó el maquillaje ante el espejo, se duchó después y vistió la ropa de dormir. Ataba el cinturón de la bata sobre el pijama, cuando sintió los pasos inconfundibles. Se estremeció de pies a cabeza.—Hola —dijo Greg entrando en la alcoba. Y avanzó hacia ella con los ojos fijos en las pupilas femeninas que se mantenían inmóviles.—Kay…, ¿cómo estás?—Bien, Greg … He …, he leído la Prensa.—Ya. -La atraía hacia sí-. La besó en los ojos y luego en la boca.—¿Tienes frío? —preguntó ella muy bajo.—No.—Estás temblando. Greg no respondió. La besaba una y otra vez, insaciablemente. Era la primera vez, sí, que Kay Ardrich entregaba sus labios a su marido y Greg lo supo y su voz al hab
Los días se deslizaron lentamente. Gregory apenas si se detenía unos minutos en su casa. Pasaba las noches en el sanatorio, los días en la clínica y las tardes en el club. Kay tuvo tiempo de analizarse a fondo, pero no pudo o no quiso sacar una conclusión de aquellos análisis espirituales. Se preguntaba, como jamás se había preguntado, qué podía sentir Greg por ella. ¿Deseo? ¿Cariño? ¿Amor? Y como muchas otras veces no hubo conclusión, nunca podría saber los sentimientos que para ella guardaba Greg. Fueron días horribles en la soledad de su casa, junto a un Dick que no quería ir al colegio y a quien casi llevaban a la fuerza. Y cada vez que Dick se iba llorando de la mano de la doncella, Kay sentía que el corazón se le hacía trizas. Si Greg la amara, si ella amara a Greg, Dick no iría a aquel colegio. Ella, Kay, sabía la for
—Kay …, noto en tu voz algo raro. ¿Estás enferma?—Una vez cierres la consulta no te detengas en el club, Greg —pidió con voz ahogada—Tengo que decirte algo.Y colgó con ademán cansado. Aún se hallaba en el despacho cuando sintió el motor del auto de Greg. Miró el reloj. Habían transcurrido veinte minutos y aquel hecho la enterneció. A juzgar por la hora, Greg se hallaba en la consulta y si llegaba a su casa en aquel instante era que dejó todo para verla. ¿Por qué? ¿Por qué? Oyó la voz de una doncella:—¿La señora? En el despacho, señor. Sintió los pasos rápidos, inconfundibles, y luego vio la figura en el umbral.—¡Kay!—Estabas trabajando, Greg —susurró—. No debiste dejarlo. Greg se acercó rápidamente y se sent&oacu
—¿Tienes frío, Kay?—No. Me siento perfectamente en estas alturas. Pero dime, Greg, ¿has abandonado a tus enfermos?— Cuando lo creas conveniente volveré a Nueva York. Vendré a verte todos los fines de semana. Será fácil. Se hallaban en el departamento amplísimo que tenían a su nombre en el sanatorio de Suiza. El director de aquel sanatorio era amigo de Gregory y éste compartía con su mujer tres departamentos. Uno para la enfermera de Kay, otro para ésta y otro para él. Se hallaban en lo alto, casi cerca del cielo, y Kay respiraba mucho mejor.—Greg, ven a mi lado.El hombre se aproximó. Vestía un traje de franela oscuro y no llevaba corbata. Las ventanas se hallaban abiertas de par en par y se veía el monte a través de ellas, el parque por donde paseaban los enfermos, la carretera empinada que conducía a la
Lena Ardrich regresó a Nueva York, ante la llamada urgente de su marido. Dick había enfermado. Nada dijeron a Kay. Su embarazo, muy avanzado ya, podría ocasionarle un serio disgusto de saber el grave estado de su hijo. Y un día, Greg vino a verla y se quedó a su lado. Parecía triste, abatido, y Kay lo miraba fijamente, como si quisiera leer bajo su mirada. Dick había muerto, un día cualquiera, en un momento cualquiera, debido a una enfermedad cualquiera. Había muerto, eso era todo. Y Greg, por vez primera, dudó de su talento como médico. Había arrebatado a la muerte muchos enfermos y, en cambio, no pudo librar de ella a su hijo, a su único hijo. A aquel Dick que clamaba por su madre en su pequeño lecho. Gregory Calhoun nunca había fracasado. El niño había sucumbido. Y sufrió tanto como durante aquellos días sin sueño y sin sosiego viendo a su hi