IX

Sonó el timbre del teléfono y Kay, que se hallaba tendida en el diván junto al ventanal abierto, se puso en pie con pereza y tomó el receptor en sus manos.

 —Dígame.

—Kay, me gustaría que pasaras por la clínica a las ocho de la noche.

—¿Para qué, Greg?

—Debo hacerte un reconocimiento a fondo.

—Pero, -dijo con voz entrecortada.

—Tendré que hacértelo cada seis meses durante estos primeros cinco años. Después, no.

—¿Y tiene que ser hoy?

—Es la única tarde que me veo sin mucho trabajo. Estaré solo en la clínica a esa hora. Ven en un taxi y después, si te parece, iremos los dos a pasar el fin de la jornada a una sala de fiestas. No recuerdo haber ido contigo por la calle y menos a una sala de fiestas. Nunca hemos bailado juntos, ¿verdad?

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