El señor, según las doncellas encargadas del aseo, descansaba en una alcoba muy lejos de su mujer Y luego durante el día apenas si se veían. ¿Quién tendría la culpa? Ella, la señora, era una monada de mujer y él, el señor, un hombre elegante y atractivo. Kay, ajena a los pensamientos de su doncella, terminó su tocado y bajó al vestíbulo. El taxi esperaba ya y subió a él temblándole un poco las piernas. Entró en la clínica a las ocho en punto. Nadie encontró a su paso. Mejor. Detestaba a la secretaria de su marido y prefería no verla. Greg, envuelto en su bata blanca y pasándole un brazo por los hombros, la condujo hasta el consultorio.
—Qué blanco está todo —sonrió ella aturdida.
—¿Nunca has estado aquí?
—Es la primera vez.
—Ya. ¿Quieres un
—Vamos, Greg.Greg dio la vuelta. Entraron en el auto. Kay agitó la cabeza. Nunca hablaba de su hijo muerto con Greg. Era como si Dick sólo le hubiera pertenecido a ella, y sólo a ella hubiera querido. Era injusta una vez más, pero Greg no se lo reprochó.—Hay una toalla ahí —dijo Greg poniendo el auto en marcha—. Sécate la cabeza. Esa frialdad puede hacerte daño. La joven tomó la toalla y secó el cabello, la cara, las manos.—¿Y tú, Greg?—Me seco solo.—Inclínate hacia aquí. Yo te secaré.No se movió, pero ella fue la que se incliné hacia el esposo y con suavidad le secó el cabello, la cara, el cuello, que mojaba su chaqueta.—Ya está bien, Kay.—Estás mojado aún.Sus manos friccionaron suavemente. Greg levantó los
Cuando Kay Ardrich abrió los ojos, volvió a cerrarlos con pereza. Súbitamente, se sentó en el lecho. La huella de la cabeza de Greg aún estaba allí. Saltó de la cama y se acercó al ventanal. El auto había desaparecido. Miró el reloj. Eran las once y media de la mañana. Se duchó y vistió luego rápidamente. Bajó al vestíbulo, Lena Ardrich ponía flores en un búcaro.—Buenos días, mamá.—Hola, hijita.—¿Hace mucho que marchó Greg?—Sí, bastante. Desayunamos juntos y él se fue a la clínica, creo que eran las nueve.—¿Por qué no me has llamado?—No merecía la pena. Has visto, sigue lloviendo, si bien ya no con tanta fuerza. ¿Digo que te sirvan el desayuno?—Sí, tengo apetito.Desa
—Kay, yo estaré a tu lado.—Ya sé, Greg.—Por Dios, que la venida de ese hijo te haga feliz, Y, y si he faltado en algo, perdóname. Marchaba, Kay lo necesitaba a su lado. Levantó la cabeza. Le llamó.—Gregory, Se detuvo de golpe sin dar la vuelta.—Gregory, ven.—No quiero disgustarte.—Pues quédate a mi lado y, por favor, discúlpame Sin ti, yo no podría. Se volvió y despacio fue hacia ella.—He sido el causante de tus sufrimientos desde que nos casamos. Tú amabas a otro hombre cuando te conocí. Me he cruzado en tu vida a la fuerza. Y ahora, quizá también a la fuerza.—No digas tonterías, Greg. Quizá hayas entrado en mi vida a la fuerza, pero ahora no. Tú sabes que no. Tenía que ser así, no tengo nada que perdonarte. Quizá tú a mí
Jeremías esperaba pacientemente apoyado en la portezuela del lujoso coche. La mujer desde su interior, miraba hacia el suelo. El avión tomó tierra y el primero en bajar fue Greg. La mujer no bajó del auto. Quería recibirlo allí. Y llegó el hombre. Nada dijo. La miró tan sólo y se sentó junto a ella. Jeremías puso el coche en marcha.—¡Kay!… Se hundió en sus brazos.Jeremías, ruborizado; dio vuelta al retrovisor.—Greg…, amor mío.Las bocas se juntaban, las manos febriles buscaban el contacto del cuerpo querido. Y el susurro entrecortado de Kay diciendo cosas, cosas sin sentido.—Te quiero, Greg, amor mío. ¡Tanto y de tal manera!Y reía. Era grato para el hombre oír aquella risa, aquellas frases vulgares que siempre son sublimes para el que las escucha.—Tengo que darte
Se abrió la puerta de la biblioteca.—Como Mahoma no va a la montaña…—¡Mamá, qué sorpresa más agradable! Pasa, pasa, mamaíta. Kay corrió hacia la elegante dama y la besó una y otra vez en ambas mejillas.—Mamá, ¡cuánto me alegro que hayas venido! ¿Y papá? ¿Por qué no te ha acompañado? —Su reuma no le deja tranquilo esta temporada — exclamó Lena Perkins, hundiéndose en el cómodo sofá.— ¿Y el niño? Resulta increíble en ti, ya que, por tu culpa, no le veamos en toda una semana. Papá está disgustado contigo. El bien quisiera venir, pero con este frío no se atreve a salir de casa. ¿Dónde está Gregory?—En la clínica, supongo. Tiene mucho trabajo estos días, apenas s
siendo niño. Correría por un parque enarenado, seguido de dos o tres profesores. Y él, Gregory Calhoun, había corrido por mal cuidadas calles de un suburbio de Los Ángeles, sin profesores, rompiendo cristales porque le venía en gana y burlándose de los niños que vestían trajecitos de terciopelo con cuello de encaje. Y ahora, aquellos niños que ya eran hombres, le suplicaban a él. A él, que nació en una casucha junto a un padre borrachín y una madre lavandera que no abría la boca, que no soltase un juramento. En verdad resultaba gracioso.—Le suplico… por lo que más quiera.—Jamás quise algo determinado, —sonrió Gregory con flema.—Estoy esperando a querer algo, para atraparlo.—No bromee usted…Gregory siempre se preguntaba cómo había llegado él a donde lleg&oa
Con gran sorpresa de Richard Ardrich y su esposa, el largo automóvil negro del doctor Calhoun entró en el parque a la mañana siguiente y se detuvo ante la escalinata principal. Richard Ardrich no reconoció en aquel hombre a la misma personalidad del médico que vio la noche anterior. Serio, frío, elegante y suave, entró en el vestíbulo y le saludó estrechando su mano. Luego preguntó por la enferma y Richard, maravillado, le condujo hasta la regia alcoba de su hija. Gregory la miró fijamente, dejó el maletín de cuero sobre una mesa auxiliar y a pasos quedos se aproximó al lecho, donde una mujer asombrosamente joven y bella, le miraba con sus grandes ojos melancólicos. A Gregory le impresionó vivamente aquella mirada. Estaba acostumbrado a ver caras nuevas todos los días, a tocar miembros de cuerpos, pero aquella mañana se sintió turbado al rozar la fina
No fue fácil hablarle a Kay. Los esposos Ardrich se consultaron mutuamente, vieron el asunto desapasionadamente y se convencieron, al fin, de que para Kay era una suerte aquella petición de mano.—Pablo nunca solucionará su porvenir para casarse con Kay. Además, Kay necesita un hombre de dinero, la hemos acostumbrado a vivir con toda comodidad y Pablo jamás podrá darle a Kay cuanto aspira por su condición de hija única.—Pero yo no se lo diré a Kay, Richard.—Se lo diré yo. Y el señor Ardrich se dirigió a la alcoba de su hija donde ésta reposaba, tras haber almorzado. Había engordado un tanto, si bien su línea no había perdido la suavidad característica y sus ojos azules, de un azul intenso, parecían grandes bajo el arco de sus cejas.—Pasa, papá.—¿Cómo te encuentras?