IV

Kay tomó a su hijo en brazos y lo depositó en el turismo azul. Luego abrió la portezuela y sentándose ante el volante, puso el auto en marcha. Se dirigía a casa de sus padres. Ahora lo hacía todas las tardes entretanto Greg estuviera fuera. No sabía a qué había ido, ni recibió carta alguna, ni conferencia telefónica, que le revelase su paradero. Habían transcurrido veinte días desde su marcha y las llamadas de los clientes se sucedían preguntando por el doctor. Ella decía invariablemente: «Se encuentra en Boston. Ignoro la fecha de su regreso». Era humillante que ella, su mujer, que hubiese de mentir en el primer caso y decir la verdad en el segundo. El auto entró en el parque enarenado y Kay recordó el día en que salió de allí en compañía de un casi desconocido que ya era su esposo. Hacía de ello cinco años y Greg seguía siendo para ella un enigma con corazón ardiente, que igual la lastimaba con sus besos, que la cubría de ternura con la mirada, ¿Qué había en el interior de aquel h

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