CAPÍTULO 2

Todo comenzó un día después de entrar a aquella casa, creo recordar que pisé aquel suelo el día 04 de octubre del año 2009. Solo tenía dieciocho años de edad.

Con una carrea en educación que apenas empezaba y justo quería abandonar para enfocarme en otras cosas, mi cabeza estaba repleta de deseos por el dueño de aquella vivienda.

No tenía idea de las personas que me encontraría allí, a parte de mi novio, por supuesto; un joven cuatro años mayor que yo llamado Nikko Saravia, bastante alto, con un atractivo que amenazaba un poco mi seguridad emocional, y con un color de cabello que rivalizaba con mi larga cabellera negra.

Nikko era estudiante de Derecho en la universidad de Minho, sede de mi distrito, lugar donde nos conocimos. Cabe destacar que él y yo no vivíamos en la misma localidad, aunque sí en el mismo Consejo. Mi casa quedaba en el Distrito de Braga, y la de él en Viana do Castelo, a una distancia de 62 kilómetros en carretera a una hora y cuarenta minutos en carro. Para la fecha fui a conocer la vivienda de sus padres, ya teníamos seis meses de noviazgo.

Hasta el momento nunca había pisado el hogar de los Saravias. Solía trasladarme en colectivo de transporte para visitarlo, pero jamás me quedaba. Asistíamos a obras de teatro, dábamos paseos por las calles y bulevares de Castelo... Confieso que viajar para allá me encantaba.

La familia de Nikko era gigante y vivían todos en un mismo complejo habitacional. Sus abuelos habían luchado día y noche para construir una urbanización entera donde los Saravias pudiesen vivir.

Cuando aquello que tanto me ha costado contar comenzó, esa explosión en mente ajena, Nikko había convencido a sus padres para que yo pudiera quedarme a dormir allí, en su casa. Estábamos felices y excitados por esa novedad.

Conocí a sus progenitores: Adelaida y Nicolás, también pude conocer a su hermano, Estéfano y a varios de sus primos: Eusebio y Harry, quienes eran hermanos y un solo año menores que mi novio. Conocí a Catalina, prima de todos ellos y un tanto contemporánea con Nikko, y a Marcelino, un chico de rostro dulce aunque físico imponente, quien era menor que todos nosotros.

Mis nervios me atacaban con el pasar de las horas, y más cuando hicieron que me instalara en el cuarto de Nikko. Él era mayor no solo en edad, sino en… experiencia. Yo solo me había dado unos cuantos besos con algunos chicos.

Así que sin tanto rollo, Nikko se convirtió en mi primer hombre, fue mi primera vez y esa primera vez, se convirtió en algo mucho más profundo.

El día que cumplimos medio año de novios, luego de ir al cine e ir a comer, Nikko y yo llegamos a su casa ese 04 de octubre y después de conocer a todo el mundo, nos encerramos en su cuarto para apaciguar el deseo que nos calentó el cerebro desde la proyección de la película. Estábamos tan calientes y remolones, y Nikko fue tan dedicado… pero a la mañana siguiente me vi sola en la cama.

Salí de las sábanas, me di una ducha en el baño de su habitación y salí en su búsqueda.

—¿Buscas a Nikko? —me asustó su hermano Estéfano, de tan solo dieciséis años, sentado alrededor del gran comedor—. Él no está. Siéntate y ven a desayunar.

—¿Nikko no está? —Me sentí aún más sola y mucho más lejos de casa.

 Acepté su invitación. Y mientras conversaba con Estéfano, pensaba que era cierto que los Saravia destacaban en base a un gen único explayado en su anatomía, ambos hermanos (y sus primos) eran muy parecidos unos a otros.

—¿Entonces en verdad no sabes dónde está?

—Ya te lo ubico, pesada. —Qué especial camaradería entablamos de una vez—. De seguro se fue a estudiar. Siempre está estudiando —explicó y se quejó.

—¿Crees que se fue a Braga? —pregunté sin podérmelo creer, no había pensado en esa posibilidad. La incomodidad aumentó.

—No lo creo, ¿contigo aquí? Nahh. Voy a llamarlo. —Asentí y me quedé sentada frente al comedor tomándome un jugo de naranja.

Me recosté en el espaldar de mi silla y me relajé. El viento posarse sobre el tejado removiendo los árboles del patio trasero y los arbustos del frente, queriendo entrar por las amplias ventanas daba la bienvenida al invierno y describía al norte de Portugal en su estación más impresionante.

Comencé a detallar el lugar. A la señora Adelaida, mi suegra, le encantaban los recuerdos y adornos que traía consigo en los viajes que hacía con su esposo. Allí estaban los móviles colgados en varias esquinas. Sus sonidos tintineantes atravesaban la estancia y lograron reconfortarme. La noche anterior había perdido mi virginidad y me sentía tan rara… No era un sentimiento feo, pero Nikko no estaba.

Me puse a divagar entre mis pensamientos, mi decisión de abandonar la carrera de educación para meterme en la actuación teatral, contárselo a mis padres y a mi hermano…

—¿Tía Adelaida? —Una voz algo infantil me regresó a tierra—. ¿Tía Adelaida? ¿Tía Adelai…?

El niño más bello que había visto en mi vida estaba parado frente a mí, no muy lejos del comedor, petrificado, sin habla, mirándome fijamente.

De pronto, un lindo perrito le pasó de largo y vino corriendo hacia mí.

—Mira nada más, ¡qué lindo! ¿Es tuyo? —le pregunté al niño, quien no me respondió.

Toqueteé la cabecita del pequeño can devolviéndole la emoción a esa bola marrón que intentaba lamer mis manos.

Alcé la cara, incliné mi cabeza a un lado por la ternura que destilaba también ese precioso niño con sus cabellos casi rubios.

Pero él me miraba serio. Y el viento de un momento a otro se detuvo.

—Si buscas a tu tía Adelaida, me temo que no está.

El niño estaba tieso como un palo debajo del gran marco de yeso que le daba la bienvenida al comedor; un pequeño cuerpo rígido que me hizo perder la sonrisa.

—Ehh... —Rasqué mi cuello, puse cara de circunstancias.

—¡Maël! —Respingué con la voz de Estéfano—. ¿Qué haces ahí parado? ¿No ves que Bobby molesta a la visita?

—No, no hace falta, no me está molestando.

—Disculpa, Delu. Me tardé porque mi hermano no me contestaba. Al parecer, papá lo llamó para que fuese urgente a su trabajo y no pudo despedirse de ti. Me dijo que lo disculparas y que no te fueras, ya que te llevará a Braga en el carro de papá.

Asentí agradeciéndole la información. Giré mi rostro de nuevo hacia (ahora sabía que se llamaba) Maël, y ya no estaba, al igual que el perro.

Pero al rato pude fijarme que el Niño Maël que no se había ido del todo. Nos observaba escondido detrás de una de las paredes del pasillo.

Sonreí.

—¿Ese niño es hijo de quién? —le pregunté a Estéfano.

—De mi tía Antonia y tío Carlos. Es el hermano menor de mi primo Marcelino.

Hice memoria sobre el otro hermano.

—Ahhh, claro, Marcelino. A él lo recuerdo. A tus tíos aún no los conozco.

—Ellos viven en la casa del frente —señaló a su lado derecho con el cuchillo con el que seguía untando su pan con la mantequilla—, pero por el trabajo de tío Carlos viven viajando a Lisboa. Mis primos a veces se quedan aquí. —Masticó un poco de su pan y tragó casi sin morder—. Ahora le han regalado un perro a Maël y anda como loco siempre detrás de Bobby para arriba y para abajo. Y lo peor es que el perrito es un desastre.

Reí un poco.

—Es un cachorrito. Todos son así de desastrosos.

Él se encogió de hombros.

—Sí, puede ser.

—Se ve tierno —aseguré.

Estéfano se rió.

—¿Quién¿ ¿El perro? Pero si es una bola de puro pelo.

—¡No, el niño! —bromeé.

—Ah, bueno, sí. A ustedes las chicas les encantan los cachorritos y los niños —dijo con la boca llena de pan.

Al finalizar el desayuno, Estéfano me invitó a ver televisión con él en el cuarto de Nikko mientras lo esperábamos. Bobby se nos unió. Me encariñé de inmediato con el perrito y por consiguiente Maël vino detrás, persiguiendo a su mascota por todo el pasillo.

Luego de acomodarnos sobre el colchón frente al gran televisor, vimos al niño llegar al umbral de la entrada al cuarto. Estéfano no vio lo que yo sí, estoy segura de ello. Y no hablo de su llegada, precisamente, sino de otra cosa que ya me estaba empezando a generar curiosidad y una renovada incomodidad.

Maël se detuvo nuevamente, tal cual hoja capturada por el lente de una cámara. No logró entrar de inmediato a la habitación, simplemente se quedó quieto pegado al marco de la puerta, mirándome de una forma que nadie jamás lo había hecho.

Su mirada fue difícil de descifrar. Ese niño de cara seria, aunque algo hostil, parado allí sin quitar sus ojitos encima de mí, ancló una especie de barrera temerosa, pero firme. Algo rondaba su cabecita, algo que no era común en un niño. Me atrevo a decir que esa mirada no podía hacerla un adulto aunque quisiera. Por supuesto que no, era expresa y únicamente creada por un menor. ¿Quién se atrevería a competir con la expresión que emana de un secreto infantil?

—¿Por qué no pasas, tonto? —le preguntó su primo—. ¡Va! ¿Te gusta la niña? —se burló de él, señalándome con el pulgar.

A pesar de las burlas, el niño Maël no dejó de mirarme tan extraño…

Se trataba de un chiquillo precioso y se parecía mucho a sus otros primos, por supuesto, faltaba más. Cabello castaño, muy claro, ojos color marrón, facciones muy lindas para ser tan jovencito, y me causó curiosidad toda su actitud para conmigo.

Aquel día finalizó bien y el tiempo siguió pasando. La mirada del pequeño Maël se repitió muchísimas veces en todas las ocasiones que visité a Nikko. Puedo constatar que hasta sus primos notaron el trance en el que caía el menor cuando yo aparecía. Le hacían bromas al respecto, ridiculizándole, incluso. Bromas enfocadas en la idea de él teniendo una novia llamada Delu Vaz: “Maël está enamorado, Maël está enamorado de Delu!” Yo misma, en unas poquísimas oportunidades, cuando estábamos todos en grupo, me vi agarrando las tiernas mejillas de Maël y hasta le planté besitos poniéndole rojo de vergüenza. Al final sí lograba seguirles un poco el juego, entendí que siempre es atractivo ser adulada así sea por las babas de un bebé.

Luego de un tiempo, el infante se mudó junto a su hermano y sus padres a Lisboa, no lo vi más. Y por eso fui olvidando aquella mirada tan desolada, asombrada y muda; una mirada que no se expandía con el fortuito descubrimiento de un menor, sino que se quedaba clavada manteniendo su forma original. Estoy segura que Maël a esa edad supo esconder bien lo que sea que haya sentido. Importante y fuerte, de eso estoy segura; algo muy importante en la vida de aquel.

Me concentré los siguientes siete años de relación con Nikko en vivir aquel noviazgo a plenitud, entre los cambios universitarios y mi incorporación de lleno en el teatro luso. Estuve ocupada amando a Nikko con las locuras de una ex adolescente, deslumbrándome con su cuerpo alto y bien formado, duro y bien definido. Me enamoré perdidamente de él. En siete años experimentamos en la cama todo lo que podíamos, en la calle todo lo que debíamos. Junto a él conocí las aventuras de los hoteles, por él lloré escandalosamente y reí pletórica de placer y alegría. ¿Qué no hice con Nikko? Pero el tiempo no viene solo y trae consigo el cambio. Y nuestra relación se adaptaba a ellos en la medida de si eran buenos o malos.

Terminamos muchas veces la relación, y en esa cantidad volvíamos a los brazos del otro. Entre más enamorada estaba de él, más me daba cuenta de que Nikko no amaba igual que yo. Me acostumbré a cuestionarle por sus desaparecidas y él por las mías. Aunque las mías no eran tantas como las de él.

Así éramos: arrastrados a un lado, empujados hacia el otro. En el fondo de todo ese meollo, Nikko y yo seguíamos necesitándonos. Y al cumplir los fulanos siete años de noviazgo, las cosas se pusieron un poco más atípicas, difíciles, raras, porque luego de yo cumplir los 25 años de edad, la familia del niño Maël regresó de la capital y se instalaron en su antigua casa, frente a la de mi pareja. Al saberlo recordé de inmediato esa mirada, esa complicidad extraña que se había formado entre ambos: mujer e infante. Una de esas caricias que da el aire entre dos seres que no se conocen de nada y que dentro de la cabeza de cada uno, pensamientos, preguntas y dudas crecen como montañas a nuestro alrededor.

Aquella vez que vi de nuevo al pequeño primo, me di cuenta que en verdad las cosas, las personas, las situaciones cambian. Todo cambia por completo y nada regresa a su cauce, cuando en vez de cubrirte, esas amenazadoras montañas ya no están rodeándote, sino que ahora son tú mismo. Las cosas se pusieron demasiado tercas con Maël de nuevo en la vida de Nikko.

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