XXVII La debilidad de la bestia

Tres disparos cortaron la quietud de la noche como si fuera queso fundido. Golpes sordos sobre carne machacada, crujidos de madera reseca, quejidos de sorpresa y resoplidos ausentes de esternones colapsados completaron la atronadora sinfonía.

La banda sonora que ambientaba la atroz trampa nacida de la más despreciable traición llegó a su fin con una puerta derribada de una patada. Mad entró al pequeño y sombrío cuarto justo a tiempo de coger a la escurridiza figura que intentaba colarse por la ventanilla en altura.

Amalia gritó al ser jalada con brusquedad de una pierna. Se quedó muda al ver que quien la había atrapado era Mad. Los ojos del hombre refulgían como brasas ardientes en la oscuridad.

O tal vez sólo eran los efectos de las drogas que seguían en su sistema.

Mad la puso de pie cerrando los dedos contra su brazo. Se le clavaron como las garras con que un águila aferraba a su presa y la miró con el mismo desprecio.

—No te atrevas a decir nada —ordenó él.

En la bodega, los homb
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