XXVI La gata y el ratón

Mad desayunó solo. De vez en cuando miraba con apacible expresión el puesto vacío de Amalia y masticaba con más fuerza de la necesaria.

Si la mujer fuera una gata de casa, tendría los nervios en su límite de crispación por su tardanza en regresar, pero Amalia era una gata callejera, que había hecho de la adversidad su rutina diaria. Ella sabía caer parada, eso se decía Mad. Y de seguro tenía siete vidas.

Cerca del mediodía, la conmoción que le habían dejado a Ortega las poco amables técnicas de interrogación de los matones de Santori le permitieron despertar. Luego de rogar por su vida y jurar por su madre que estaba arrepentido, cosa que no le serviría de mucho con Santori, él habló con Mad.

—Mi contacto es una chica —aseguró—. Una buscona, bajita, delgada, pelo castaño que lleva en melena. Bastante linda para ser una callejera... —se llevó la mano a la cabeza, como si recordar le causara dolor—. Es una de las putas de Eddie Markel, pero para quien trabaja es Tino. Él mueve el diner
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