Mad despertó de su sueño y se encontró en una verdadera pesadilla. Acorralado en su propia casa, como una rata, ya no le pareció tan mala idea tener un perro, sobre todo con una gata traviesa haciendo de las suyas.—No te muevas un centímetro o juro que disparo —amenazó ella. La convicción brillaba en su mirada filosa. La presa se convertía en depredadora. Mad sonrió.—¿Estás cómoda allí sentada?Ella lo miró con asqueado desprecio.—Ja. ¿Acaso alguna se siente cómoda?—Hasta el momento ninguna se ha quejado. Si querías montarme no necesitabas una pistola.—¿Quién va a querer...? ¡Ah!Distraída, no logró reaccionar antes de que Mad le arrebatara la pistola de un manotazo. El hombre se la quitó de encima y la atrapó debajo de su cuerpo con facilidad, como si ella no fuera más pesada que una muñeca.—Tal vez así te gusta más. —Se ubicó entre sus piernas para inmovilizarla. El roce entre sus cuerpos fue inevitable. La tensión les aceleraba el pulso.—¡Cretino!Sentirla agitándose debajo
"Ana, cariño. No pensé que volvería a verte tan pronto". "Amor, eres la persona que estaba deseando ver". "Preciosa, ¿ya no estás enfadada conmigo?". Frases como estas se sucedían una tras otra en la turbada mente de Mad. La gata se perdió de vista y él abrió la puerta, sin tiempo a decidirse qué decir. —Hola, Ana —soltó con simpleza. —Hola, Mad —dijo ella del mismo modo. Ana entró, colgó su abrigo en el perchero y tomó asiento en la sala. Se frotaba las manos como si tuviera frío, pero la calefacción estaba encendida. —¿Quieres un té?—No, quiero que hablemos, Mad, lo necesito. No podré dormir hoy si no resolvemos... ese asunto. ¿Dónde la tienes escondida?—¡¿A quién?!—A esa... pistola —gesticuló. La angustiaba incluso tener que decir la nefasta plabra. A Mad le volvió el alma al cuerpo, por un momento pensó lo peor. —Está en la habitación. Ana se cubrió la boca. De su bolso sacó un pañuelo y lo aferró a la espera de las lágrimas que pronto llegarían. —Siempre... ¿siempre l
—¿Qué fue ese ruido, Mad? ¿Estás con alguien más? —preguntó Ana, con las mejillas sonrosadas. Mad se levantó, frustrado hasta el punto en que se perdía la cordura. —Quédate aquí, ya vuelvo —partió a la cocina. Ni Dios y su infinito poder salvaban de ésta a la gata, que estaba a punto de perder una de sus siete vidas. Ella recogía una olla y algunos cubiertos.—¡¿Qué crees que haces?!—Distracción. Me alegro de que te hayas reconciliado con tu novia, pero no puedes tener sexo con ella aquí, me moriría de la vergüenza. —¡Es mi casa!—Pero yo también estoy aquí ahora, llévala a un motel. Es lo mejor para todos. Era irreal, Mad iba a perder la cabeza antes de que ella perdiera la suya. Los pasos de Ana se acercaban por el pasillo. Mad estaba acorralado, entre la espada y la pared, sin posibilidad de salvación. —Mad, amor. No me digas que conseguiste un perro... —la alegría de Ana duró hasta que vio a Amalia. Una muchacha joven y atractiva era lo que menos esperaba encontrarse en l
El susurro tenue de los árboles se perdía entre el bullicio de la ciudad. Era tarde, pero no todos dormían. Los fiesteros, los trabajadores nocturnos y los que hacían del delito su trabajo estaban alerta, la jornada apenas comenzaba. Estacionado a la sombra que el ramaje de un abedul le proporcionaba, había un auto con dos ocupantes, un hombre y una mujer. Ella abrió la puerta para bajar. El gélido aliento de la noche la hizo cerrarla de inmediato y volver a su puesto.—Es una noche muy fría, mejor volvamos mañana —dijo Amalia. —Ahora. Sal y tráeme algo que valga la pena —ordenó Mad. Su tono autoritario daba a entender que no había lugar para las negociaciones. —Qué curioso, eso es lo que siempre me decía mi padre, jajajaja.El comentario ni pizca de gracia le hizo a Mad. Sus fuertes manos aferraban el volante como querían aferrar el cuello de Amalia. —De seguro no está en casa. Siempre hay algún guardia en el balcón y ahora no se ve nadie. —Pues ve y averígualo. —Podrías prest
Muy inmersa en su papel de asesora de hogar, Amalia le preguntó a Mad qué quería para el almuerzo. Se lo preguntó a las seis de la mañana, cuando él regresaba de ir a trotar. Ella no era la única que dormía poco.—Comeré afuera, así que prepara algo sólo para ti. —¿Y para la cena?—Ordenaré algo, es lo que hago cuando no quiero cocinar. —Bien. Lavaré tu ropa entonces.—No te acerques a mi habitación. Mejor aún, no toques nada en mi ausencia.—Pero se supone que trabajo para ti, ¿qué quieres que haga todo el día mientras espero la llamada?—No lo sé, mira las caricaturas. —¿Cómo sabes que me gustan las caricaturas?Mad no contestó. Ella lo siguió por todo el departamento mientras se preparaba para salir. Incluo seguía esperándolo cuando salió de la ducha.—¿Te vas a quedar ahí mientras me cambio?—¿Y las caricaturas?—Soy policía, mi trabajo es averiguar cosas. De brazos cruzados y mirada de sospecha, ella no se movió de su lugar.—Había una cámara en la sala del departamento en el
Terminadas las compras, Mad y Amalia se sentaron a la mesa de la cocina a comer las galletas que entre ella y Ana habían preparado. Mad las estudió con atención antes de probarlas. En una bandeja había unas galletas preciosas, con formas bien definidas y finamente decoradas con las figuras que un colorante dibujaba sobre ellas; en la otra había unas que intentaban parecer redondas, con chispas de colores desparramadas sobre ellas y otras de chocolate embarradas por doquier. No necesitaba ser un crítico gastronómico para saber que las segundas parecían vómito de perro. Tampoco necesitaba ser detective para saber cuáles había preparado su delicada Ana y cuáles eran de la gata. No importó que llevara a la mujer a las mejores tiendas, ella se las había arreglado para escoger siempre las prendas más feas o las que menos le favorecían. Su gusto espantoso le produjo jaqueca y se tomó la molestia de escoger por ella cada vez que pudo, para salvarla del desastre de vestirse sin gracia. Ahor
El estado en que Amalia regresó de su primera misión decía mucho sobre su poco profesionalismo, pero, ¿qué más se podía esperar de ella? No era más que una vulgar ladrona, una mujer oportunista, una carroñera que aprovechaba el menor descuido de los demás para conseguir lo que quería. Su naturaleza y actuar eran entendibles. Lo que no lo era en modo alguno fue lo que hizo Mad. El primer pensamiento que cruzó su cabeza por la mañana al despertarse en su cama fue Ana. Su dulce y hermosa Ana, la mujer más buena que había conocido, una santa que se privaba de los placeres carnales para mantenerse pura y casta para él cuando llegara el momento. Y ahora la había engañado de la peor forma posible. El peor traidor, eso era Mad.—¡No puede ser! ¡No puede ser! —se aferró la cabeza, consternado, asqueado de sí mismo. Después de lo ocurrido ya no sería capaz de verse ni al espejo. En un vano intento por comprender su actuar, intentó recordar lo ocurrido la noche anterior. Esperaba a la gata bebi
—¿Qué te pasó en la mano, amor?Mad había ido a buscar a Ana al campus donde ella estudiaba para pasar la tarde juntos. Un paseo por la avenida, charla en una cafetería, escarceos varios, lo habitual. —Un esguince de muñeca mientras me ejercitaba, no es nada grave. Las vendas en la mano ocultarían los tatuajes por un tiempo. —Mejor cuéntame cómo te ha ido en tus clases, Ana. —Muy bien. Tuve calificación máxima en el trabajo de investigación que hice con mis compañeras. —Felicitaciones. Creo que te mereces un premio. Cuando llegaron a la cafetería, Mad ya le había comprado flores, una pulsera de plata, chocolates y hasta un sombrero. Un niño entró al lugar para vender tarjetas. Mad lo llamó para comprarle una y se la dio a Ana. —Es idea mía o hiciste algo malo —dijo ella con suspicacia. —¿De qué hablas?—Estás sobrecompensando. Todos estos regalos cuando no es navidad ni mi cumpleaños me hacen pensar que intentas aliviar alguna culpa que guardas. Vaya cerebro que tenía Ana. A t