IX El valor de los actos

El susurro tenue de los árboles se perdía entre el bullicio de la ciudad. Era tarde, pero no todos dormían. Los fiesteros, los trabajadores nocturnos y los que hacían del delito su trabajo estaban alerta, la jornada apenas comenzaba.

Estacionado a la sombra que el ramaje de un abedul le proporcionaba, había un auto con dos ocupantes, un hombre y una mujer.

Ella abrió la puerta para bajar. El gélido aliento de la noche la hizo cerrarla de inmediato y volver a su puesto.

—Es una noche muy fría, mejor volvamos mañana —dijo Amalia.

—Ahora. Sal y tráeme algo que valga la pena —ordenó Mad. Su tono autoritario daba a entender que no había lugar para las negociaciones.

—Qué curioso, eso es lo que siempre me decía mi padre, jajajaja.

El comentario ni pizca de gracia le hizo a Mad. Sus fuertes manos aferraban el volante como querían aferrar el cuello de Amalia.

—De seguro no está en casa. Siempre hay algún guardia en el balcón y ahora no se ve nadie.

—Pues ve y averígualo.

—Podrías prest
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