Disparar primero y preguntar después. La regla era simple. Un contacto extremadamente largo con un objetivo podía generar problemas, sobre todo cuando ya tenía el cartel de muerto escrito en la frente... o te miraba con unos ojos oscuros que podían absorberte por completo y hacerte olvidar todas las reglas.Mad, absorto en la contemplación de la pequeña mujer escurridiza, invirtió los factores.—¿Para quién trabajas?—Para mí misma —escupió ella con actitud desafiante, ocultando el miedo en su rudeza.—¿Sabes a quién le estás robando?Ella negó.—Eso es una mentira. Estás arrestada. Tienes derecho a guardar silencio. Todo lo que digas puede ser y será usado en tu contra en...—¡¿Eres policía?!—Tienes derecho a un abogado.Mad la llevó esposada hasta su auto.—Ok, señorita ladrona, tenemos dos opciones. O te entrego a los hombres de Santori para que se encarguen de ti o te llevo a la cárcel donde eventualmente los hombres de Santori se encargarán de ti, pero ganarás tiempo.—Eres un po
—¿En qué tanto piensas, amor? Has estado muy callado —dijo Ana María. —En nada, es sólo que... Es increíble que haya personas capaces de abandonar a estos cachorritos tan bonitos.Todos los sábados, Mad acompañaba a su novia a hacer sus obras de caridad. Era algo que los apasionaba y unía como pareja. En esta ocasión visitaban un refugio de animales rescatados de las calles.—Eso es porque no han dejado entrar a Dios a sus corazones. Si lo hicieran, sus vidas serían más felices y las de quienes los rodean también.—Amén —dijo Mad. Donar dinero al refugio era sencillo, sobre todo considerando que, pese a tener una deuda con él, Antonio le pagaba por sus servicios. Y luego de los últimos eventos gracias a la información proporcionada por Amalia, se había ganado una buena suma. Ana María reía jugando con los cachorritos. Mad fue a sentarse a un rincón donde un perro grande y viejo miraba con serenidad. No buscaba llamar la atención de los visitantes con sus monerías, ya sabía que esa
Mad despertó de su sueño y se encontró en una verdadera pesadilla. Acorralado en su propia casa, como una rata, ya no le pareció tan mala idea tener un perro, sobre todo con una gata traviesa haciendo de las suyas.—No te muevas un centímetro o juro que disparo —amenazó ella. La convicción brillaba en su mirada filosa. La presa se convertía en depredadora. Mad sonrió.—¿Estás cómoda allí sentada?Ella lo miró con asqueado desprecio.—Ja. ¿Acaso alguna se siente cómoda?—Hasta el momento ninguna se ha quejado. Si querías montarme no necesitabas una pistola.—¿Quién va a querer...? ¡Ah!Distraída, no logró reaccionar antes de que Mad le arrebatara la pistola de un manotazo. El hombre se la quitó de encima y la atrapó debajo de su cuerpo con facilidad, como si ella no fuera más pesada que una muñeca.—Tal vez así te gusta más. —Se ubicó entre sus piernas para inmovilizarla. El roce entre sus cuerpos fue inevitable. La tensión les aceleraba el pulso.—¡Cretino!Sentirla agitándose debajo
"Ana, cariño. No pensé que volvería a verte tan pronto". "Amor, eres la persona que estaba deseando ver". "Preciosa, ¿ya no estás enfadada conmigo?". Frases como estas se sucedían una tras otra en la turbada mente de Mad. La gata se perdió de vista y él abrió la puerta, sin tiempo a decidirse qué decir. —Hola, Ana —soltó con simpleza. —Hola, Mad —dijo ella del mismo modo. Ana entró, colgó su abrigo en el perchero y tomó asiento en la sala. Se frotaba las manos como si tuviera frío, pero la calefacción estaba encendida. —¿Quieres un té?—No, quiero que hablemos, Mad, lo necesito. No podré dormir hoy si no resolvemos... ese asunto. ¿Dónde la tienes escondida?—¡¿A quién?!—A esa... pistola —gesticuló. La angustiaba incluso tener que decir la nefasta plabra. A Mad le volvió el alma al cuerpo, por un momento pensó lo peor. —Está en la habitación. Ana se cubrió la boca. De su bolso sacó un pañuelo y lo aferró a la espera de las lágrimas que pronto llegarían. —Siempre... ¿siempre l
—¿Qué fue ese ruido, Mad? ¿Estás con alguien más? —preguntó Ana, con las mejillas sonrosadas. Mad se levantó, frustrado hasta el punto en que se perdía la cordura. —Quédate aquí, ya vuelvo —partió a la cocina. Ni Dios y su infinito poder salvaban de ésta a la gata, que estaba a punto de perder una de sus siete vidas. Ella recogía una olla y algunos cubiertos.—¡¿Qué crees que haces?!—Distracción. Me alegro de que te hayas reconciliado con tu novia, pero no puedes tener sexo con ella aquí, me moriría de la vergüenza. —¡Es mi casa!—Pero yo también estoy aquí ahora, llévala a un motel. Es lo mejor para todos. Era irreal, Mad iba a perder la cabeza antes de que ella perdiera la suya. Los pasos de Ana se acercaban por el pasillo. Mad estaba acorralado, entre la espada y la pared, sin posibilidad de salvación. —Mad, amor. No me digas que conseguiste un perro... —la alegría de Ana duró hasta que vio a Amalia. Una muchacha joven y atractiva era lo que menos esperaba encontrarse en l
El susurro tenue de los árboles se perdía entre el bullicio de la ciudad. Era tarde, pero no todos dormían. Los fiesteros, los trabajadores nocturnos y los que hacían del delito su trabajo estaban alerta, la jornada apenas comenzaba. Estacionado a la sombra que el ramaje de un abedul le proporcionaba, había un auto con dos ocupantes, un hombre y una mujer. Ella abrió la puerta para bajar. El gélido aliento de la noche la hizo cerrarla de inmediato y volver a su puesto.—Es una noche muy fría, mejor volvamos mañana —dijo Amalia. —Ahora. Sal y tráeme algo que valga la pena —ordenó Mad. Su tono autoritario daba a entender que no había lugar para las negociaciones. —Qué curioso, eso es lo que siempre me decía mi padre, jajajaja.El comentario ni pizca de gracia le hizo a Mad. Sus fuertes manos aferraban el volante como querían aferrar el cuello de Amalia. —De seguro no está en casa. Siempre hay algún guardia en el balcón y ahora no se ve nadie. —Pues ve y averígualo. —Podrías prest
Muy inmersa en su papel de asesora de hogar, Amalia le preguntó a Mad qué quería para el almuerzo. Se lo preguntó a las seis de la mañana, cuando él regresaba de ir a trotar. Ella no era la única que dormía poco.—Comeré afuera, así que prepara algo sólo para ti. —¿Y para la cena?—Ordenaré algo, es lo que hago cuando no quiero cocinar. —Bien. Lavaré tu ropa entonces.—No te acerques a mi habitación. Mejor aún, no toques nada en mi ausencia.—Pero se supone que trabajo para ti, ¿qué quieres que haga todo el día mientras espero la llamada?—No lo sé, mira las caricaturas. —¿Cómo sabes que me gustan las caricaturas?Mad no contestó. Ella lo siguió por todo el departamento mientras se preparaba para salir. Incluo seguía esperándolo cuando salió de la ducha.—¿Te vas a quedar ahí mientras me cambio?—¿Y las caricaturas?—Soy policía, mi trabajo es averiguar cosas. De brazos cruzados y mirada de sospecha, ella no se movió de su lugar.—Había una cámara en la sala del departamento en el
Terminadas las compras, Mad y Amalia se sentaron a la mesa de la cocina a comer las galletas que entre ella y Ana habían preparado. Mad las estudió con atención antes de probarlas. En una bandeja había unas galletas preciosas, con formas bien definidas y finamente decoradas con las figuras que un colorante dibujaba sobre ellas; en la otra había unas que intentaban parecer redondas, con chispas de colores desparramadas sobre ellas y otras de chocolate embarradas por doquier. No necesitaba ser un crítico gastronómico para saber que las segundas parecían vómito de perro. Tampoco necesitaba ser detective para saber cuáles había preparado su delicada Ana y cuáles eran de la gata. No importó que llevara a la mujer a las mejores tiendas, ella se las había arreglado para escoger siempre las prendas más feas o las que menos le favorecían. Su gusto espantoso le produjo jaqueca y se tomó la molestia de escoger por ella cada vez que pudo, para salvarla del desastre de vestirse sin gracia. Ahor