CAPÍTULO 3.

La hacienda La Escondida se encontraba aproximadamente a 700 kilómetros de la ciudad, lo que podía tomar de 8 a 10 horas en auto. Marina se encontraba sin fuerzas para emprender un viaje tan largo y optó por la comodidad de un vuelo hasta su destino. Decidió alquilar un auto una vez que llegara, el camino hacia la hacienda comienza suave y firme, pavimentado con asfalto gris para luego dar paso a una capa de tierra que se levanta en pequeñas nubes de polvo bajo las ruedas del vehículo.

Trató de recordar la última vez que había estado allí, habían transcurrido muchos años desde entonces y, trató de calcular cuánto tiempo “¿15 años?”,  dibujó una expresión de duda y sorpresa en su rostro.

Empacó algo de ropa. Salir de la ciudad no le agradaba mucho y menos para ir al campo. Cero fiestas, cero restaurantes. A pesar de haber vivido su infancia en el campo, ya nada de ese lugar le atraía…eso pensaba ella.   

Al llegar a su destino, se detuvo a mirar por unos segundos el gran portón que daba entrada a “La Escondida”. Imágenes y recuerdos llegaron a su mente, había nacido y crecido en este lugar, trató de revivir los momentos gratos vividos junto a sus padres.

Estaba tan absorta en sus pensamientos y recuerdos que apenas se percató de que no tenía cómo entrar y no había avisado de su llegada a la hacienda. Sabía que sus padres no estarían allí, habían dedicado sus vidas a cuidar y hacer prosperar estas tierras y habían decidido darse cada año unas vacaciones para conocer otros países. 

—¿Hay alguien por acá? —dijo alzando la voz tratando de ser escuchada—. ¿Por qué nadie me responde? Debí avisar que llegaría a esta hora.

De pronto, el gran portón se abrió, un hombre  alto y fornido con un sombrero que apenas dejaba ver su rostro se detuvo frente a ella, puso sus manos en los bolsillos y le preguntó quién era y qué hacía en ese lugar.

—¿Cómo que, quién soy? —contestó Marina—. Soy yo la que debo hacer esa pregunta, abre y déjame pasar. 

—No, hasta que me responda —dijo el hombre, con voz fuerte y mirada intimidante. 

Si Marina había logrado apenas calmar su ánimo durante el viaje, este recibimiento la encolerizó al máximo. 

Buscó su teléfono y se disponía llamar a su padre para quejarse de  la actitud de este hombre   cuando levantó la mirada y se percató no sólo de que el hombre se hacía a un lado para dejarla entrar a la hacienda, pues le llamó mucho la atención la fuerza que este poseía y sus espectaculares músculos que podían marcarse fácilmente a través de la camisa ajustada que usaba. 

Marina encendió el auto, avanzó y ya, al fin, estaba dentro de la hacienda. Alzó su mirada hacia el espejo retrovisor y dejó atrás a aquel hombre. 

—¿No sé que se cree ese campesino? Llamaré a mi padre para que lo amoneste inmediatamente. 

Unos minutos después, retomó los  pensamientos que la trajeron a este lugar apartado y tranquilo. Se sintió admirada por aquel lugar que había sido su hogar, era un paraíso. El camino hasta la casa era cómodo, rodeado a cada lado de palmeras.

Marina entró a la gran casa y quedó deslumbrada, era realmente hermosa. Su madre la había decorado de manera muy acogedora y con buen gusto. Asegurándose de que tuviera abundante luz natural y una agradable frescura.

Fue recibida por una mujer, Antonia, quien se quedó perpleja al verla y sus ojos se abrieron de par en par, la sorpresa fue tal que no sabía cómo reaccionar ante su presencia.

—¡Niña Marina! —exclamó en voz alta , dejando a un lado una bandeja que portaba unas tazas de café—. ¿Cómo es posible que no me haya avisado de su llegada? ¿Cuánto tiempo sin verla mi amada niña? ¡Qué hermosa estás! …

No paraba de hacer preguntas mientras Marina se acercaba a ella para darle un abrazo. Las dos soltaron el llanto llenas de emoción.   

Antonia era una mujer alta, corpulenta, de rostro noble  y  redondo; su cabello canoso, reflejaba la experiencia de los años vividos. Su madre sirvió a la familia desde muy joven, había llegado un día a la hacienda pidiendo que la contrataran como servidumbre. Tenía temor de que la rechazaran porque estaba embarazada y quizás eso sería motivo para no ser aceptada. 

La madre de Marina sintió compasión por ella y la aceptó en su hogar. Con el tiempo , más que ser una servidumbre, logró ganar la confianza y afecto de los jefes. Era una mujer muy trabajadora y digna de confianza. En las decisiones del hogar y aún las personales , la madre de Marina siempre buscaba el apoyo y el consejo de aquella mujer que se había convertido en parte de la familia. Antonia creció en ese lugar, entre las labores enseñadas por su madre y el afecto que ambas mujeres compartían, brindándole un entorno familiar y cálido.

Marina se instaló en su  habitación, dejó sus cosas y se sentó al borde de la cama, pues ya estaba lejos, lejos de la ciudad, lejos de Sebastián.

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