CAPÍTULO 38.

Marina llevaba horas sentada en la misma posición, y su cuerpo comenzaba a resentirse. Los músculos de su espalda y piernas palpitaban con un dolor creciente, mientras su cabeza latía como si tuviera un tambor dentro. Intentaba acomodarse un poco en la silla, pero los movimientos solo empeoraban las cosas, como si cada intento de aliviar el dolor fuera un recordatorio de la posición incómoda y la vulnerabilidad en la que se encontraba. Su estómago rugió, pero el miedo a lo desconocido ahogó cualquier sensación de hambre.

Entonces, un sonido en el pasillo la hizo tensarse. Los pasos resonaron cerca, y antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió con un chirrido. Una sombra se recortó en el umbral. La figura del hombre se acercó lentamente, como si disfrutara de la tortura psicológica de hacerla esperar.

—¿Quieres comer? —preguntó con voz áspera, casi indiferente, como si no le importara lo más mínimo si ella aceptaba o no. El tono de su voz no ofrecía espacio para la esperanza,
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