CAPÍTULO 40.

Marina volvió en sí lentamente, el dolor de la cabeza y el cuerpo adormecido la hicieron tomar conciencia de su entorno poco a poco. Las horas de inconsciencia parecían haberse estirado infinitamente, pero la sensación de estar atada a la silla la trajo de vuelta a la cruel realidad. Su muñeca estaba entumecida por las cuerdas, y el frío en la habitación la envolvía como un manto invisible. Estaba sola, pero no completamente; podía oír voces.

Al principio no entendió si aún soñaba o si su mente estaba jugando trucos con ella, pero a medida que las palabras comenzaron a hacerse más claras, la realidad de su situación se le fue imponiendo con fuerza.

A lo lejos, dos hombres discutían en voz baja, como si intentaran no ser escuchados. Sus palabras flotaban en el aire, tensas, cargadas de algo que Marina no lograba identificar.

—Déjame quedarme a vigilarla —dijo uno de los hombres, su tono insistente y algo despectivo.

—No, ya te lo dije —respondió el otro, firme y tajante—. No confío en
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