Marina llevaba horas sentada en la misma posición, y su cuerpo comenzaba a resentirse. Los músculos de su espalda y piernas palpitaban con un dolor creciente, mientras su cabeza latía como si tuviera un tambor dentro. Intentaba acomodarse un poco en la silla, pero los movimientos solo empeoraban las cosas, como si cada intento de aliviar el dolor fuera un recordatorio de la posición incómoda y la vulnerabilidad en la que se encontraba. Su estómago rugió, pero el miedo a lo desconocido ahogó cualquier sensación de hambre.Entonces, un sonido en el pasillo la hizo tensarse. Los pasos resonaron cerca, y antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió con un chirrido. Una sombra se recortó en el umbral. La figura del hombre se acercó lentamente, como si disfrutara de la tortura psicológica de hacerla esperar. —¿Quieres comer? —preguntó con voz áspera, casi indiferente, como si no le importara lo más mínimo si ella aceptaba o no. El tono de su voz no ofrecía espacio para la esperanza,
Don Emiliano abrió lentamente los ojos, sintiendo una extraña pesadez en el pecho y una opaca confusión. Cuando se dio cuenta de que se encontraba en una cama de hospital, un leve estremecimiento recorrió su cuerpo. A pesar de la debilidad que aún sentía, su mente rápidamente se enfocó en lo sucedido. Recordó la angustiante noticia: el secuestro de Marina. Su corazón se había detenido momentáneamente, y la sorpresa y el miedo le habían causado un infarto.Se incorporó con dificultad, mirando a su alrededor, buscando respuestas en el blanco impersonal de las paredes del hospital. Respiró profundo, intentando calmar su mente, pero una preocupación lo envolvía.Un médico que había estado cerca, al ver su despertar, se acercó rápidamente para asegurarse de que estuviera consciente. Pero Don Emiliano, sin dejar de buscar entre las sombras de su mente, insistió.—¿Mauricio? Necesitamos a Mauricio ¡Búsquenlo! —ordenó, con la voz quebrada por la desesperación.Sabía que, aunque su cuerpo esta
Marina volvió en sí lentamente, el dolor de la cabeza y el cuerpo adormecido la hicieron tomar conciencia de su entorno poco a poco. Las horas de inconsciencia parecían haberse estirado infinitamente, pero la sensación de estar atada a la silla la trajo de vuelta a la cruel realidad. Su muñeca estaba entumecida por las cuerdas, y el frío en la habitación la envolvía como un manto invisible. Estaba sola, pero no completamente; podía oír voces.Al principio no entendió si aún soñaba o si su mente estaba jugando trucos con ella, pero a medida que las palabras comenzaron a hacerse más claras, la realidad de su situación se le fue imponiendo con fuerza.A lo lejos, dos hombres discutían en voz baja, como si intentaran no ser escuchados. Sus palabras flotaban en el aire, tensas, cargadas de algo que Marina no lograba identificar.—Déjame quedarme a vigilarla —dijo uno de los hombres, su tono insistente y algo despectivo.—No, ya te lo dije —respondió el otro, firme y tajante—. No confío en
El sonido del teléfono cortó el silencio en la sala del hospital. Mauricio miró el número desconocido en la pantalla con desconfianza. Su pulso se aceleró al instante. Con el corazón en la garganta, lo levantó y contestó.—¿Hola? —dijo, tratando de mantener la calma, aunque su voz mostraba una leve tensión.Del otro lado de la línea, una voz grave y distorsionada se escuchó, casi como un susurro que parecía provenir de algún lugar lejano, frío.—Quiero hablar con Emiliano —dijo el secuestrador, con firmeza.Mauricio se tensó al instante. Sabía que este momento llegaría, pero nunca imaginó que sería tan pronto. Un nudo en su estómago se apretó al pensar en lo que la voz del otro lado implicaba. A pesar de la angustia, intentó mantener el control de la situación.—Emiliano no puede hablar contigo ahora —respondió, con calma, aunque su mente estaba en caos—. Está en el hospital. Tuvo un infarto.Hubo una pausa del otro lado de la línea. Un suspiro lejano y después, la voz volvió, ahora m
Mauricio sabía que no podía perder tiempo. Las horas se les escapaban entre los dedos, y el precio que le habían impuesto a don Emiliano para garantizar la seguridad de Marina era exorbitante. No era solo una cuestión de dinero, sino de vidas en juego, de la vida de la mujer que él amaba más que a nada. El peso de esa responsabilidad lo oprimía, pero no tenía tiempo para detenerse a pensar en las consecuencias. Marina, su Marina, estaba en manos equivocadas, y cada minuto que pasaba sin una respuesta era un minuto más de sufrimiento para ella.Macario, con su carácter decidido y su astucia, empezó a contactar con todos los conocidos que pudieran tener algún dato sobre el paradero de Marina. Cada llamada, cada mensaje, era como una esperanza de encontrar algo, pero todos respondían de la misma manera: no habían visto nada fuera de lo común. El silencio de los informantes sólo aumentaba la ansiedad de Mauricio, que no lograba encontrar un patrón ni una pista que los guiara hacia su amad
Sebastián observó a Marina con creciente preocupación. Había notado los signos de deshidratación en su rostro: la palidez, el sudor frío en su frente. A pesar de lo que había hecho, de la horrible acción en la que se había involucrado, no podía evitar sentir una punzada de culpa al verla en ese estado. La fragilidad de Marina le hacía recordar que, aunque él hubiera sido quien había causado el daño, había algo mucho más grande en juego. El secuestro de Marina había sido la condición impuesta por Salvatore para salvar su vida. Sebastián debía hacer que todo marchara bien para obtener el dinero y así salvar su vida y la de ella. Había cruzado una línea de la que no podía retroceder, pero la imagen de la mujer que tenía frente a él, tan quebrada, lo trastornaba.Sebastián miró sus manos temblorosas, la adrenalina aún corriendo por su cuerpo, y, al igual que un eco, la pregunta comenzó a retumbar en su mente: ¿Qué he hecho? Había cruzado una línea, una que jamás había imaginado siquiera a
Lupita estaba sentada en la sala, las manos apretadas sobre sus rodillas, con la mandíbula tensa. Cuando Mauricio entró, la vio, y el ambiente se volvió inmediatamente pesado. No podía soportar que él estuviera totalmente inmerso en salvar a Marina que no percibía más nada a su alrededor. Se moría de los celos.—No entiendo por qué sigues tan pendiente de Marina, Mauricio. ¿No te das cuenta de lo que está pasando? Deberías estar aquí, con nosotros, con tu hijo. Tú y yo tenemos una vida por delante, y mientras tanto, tú te ocupas de ella —exclamó con tono cortante, sin levantar la vista.—Lupita, sabes que estoy aquí para ti, para el bebé. Pero no puedo dejar que Marina esté sola, ella está en peligro.—¡No lo entiendo! ¿No hay nadie más que salve a Marina? —se levantó de golpe, claramente enojada, su voz se volvió más aguda—. ¿Por qué estás tan preocupado por ella? ¡Ella no es tu familia! Yo te estoy dando lo más importante, estamos esperando un hijo, ¡nuestro hijo! Y tú... tú sigues
La noche era espesa como si el cielo hubiese decidido ocultar cada estrella. Mauricio ajustó la capucha de su abrigo mientras miraba a los hombres que lo acompañaban. No eran más que cinco, pero en sus rostros se veía la determinación de quien sabe que no tiene margen para fallar.El lugar convenido estaba a varios kilómetros lejos de la población. Una fábrica abandonada que hacía años había sido devorada por la maleza y el olvido. Las paredes de ladrillo desgastado se alzaban como gigantes muros, y el chirrido de una vieja veleta resonaba con el viento, añadiendo un toque siniestro al ambiente.Mauricio llevaba el maletín con el dinero. Sus dedos apretaban el asa con fuerza, no por temor sino por rabia. Cada paso que daba hacia la fábrica lo acercaba más al lugar donde Marina estaba retenida. Había acordado traer el dinero y cumplir con las exigencias del secuestrador, pero sabía que un simple intercambio no era una opción.—¿Trajiste lo que te pedí? —La voz del secuestrador, que pa