Ana Paula se enamoró de Cesar a las pocas semanas de conocerlo, y producto de esa ilusión, quedó embarazada de su heredero. Sin embargo, la idea de formar una familia con el hombre que amaba, se destruyó cuando él la abandonó sin explicarle nada, tan solo le dejó una carta en la que confesaba que esa aventura y ella no significaron nada. Santos Torrealba ha regresado del extranjero a vengar la muerte de su hermano menor. Lo ha investigado todo sobre la culpable, esa sinvergüenza que lo embaucó y después mató a sangre fría al ver que no conseguiría sacarle un solo centavo de su herencia, pues él, desde Barcelona, era quien controlaba sus cuentas. Algo que no estaba en sus planes ocurre cuando al fin el CEO Torrealba le planta cara a Ana Paula. Y es que ella está embarazada y él tiene la acertada sospecha de que ese hijo es el primogénito de su hermano… y no puede lastimarla, aunque sí castigarla. — Esa sinvergüenza está embarazada de mi hermano y tengo un mejor castigo para ella que la cárcel. — ¿Puedo saber que tiene en mente, señor? — Sí. La haré mi esposa y prisionera. Yo seré su verdugo y ella será mi mártir
Leer másUnas semanas después… Tener que adaptarse a vivir juntos no fue nada complicado. Raquel lo hacía demasiado fácil. Los despertaba con brincos en la cama cada mañana y los tenía activos todo el día esperando que igualaran sus energías. Elizabeth parecía otra. Estaba renovada. Lo que la convertía en una mejor madre para su hija y la mujer con la que Leonas merecía compartir su vida. Una noche, en complicidad, padre e hija planearon una cena romántica en el jardín. Él se vistió de esmoquin y ella de chef profesional. Lo que arrancó una contagiosa carcajada de Elizabeth en cuanto bajó las escaleras y apareció en el jardín, con aquel precioso vestido rojo que él había dejado en la cama de ambos con una pequeña nota que decía. “Úsame esta noche” — ¿Qué es todo esto? — Usted, señora, y yo, hemos sido cordialmente invitados a probar el nuevo platillo, especialidad de la chef. — ¡Esa soy yo! — alzó el dedo, con su gorrito blanco que le quedaba divino. Elizabeth les siguió el juego. — ¿
— ¿Beth? — él la miró extrañado y la instó a continuar. En eso, se acercó Dalia. Elizabeth la examinó de arriba hacia abajo, después apartó la mirada. Leonas notó que Dalia todavía tenía puesta una camisa de él. M****a. Cerró los ojos por un segundo. — Elizabeth… — Iré por Raquel. He estado loca por pasar tiempo con ella — dijo con una sonrisa apagada, intentando restarle importancia a la situación. Y sin esperar a que él la detuviera, caminó hasta la casa. — ¿Está todo bien? — le preguntó Dalia en cuanto se quedaron solos. — Dalia, tienes que… — torció el gesto. La mujer arrugó la frente. Miró hacia la dirección en la que había desaparecido Elizabeth y después a él. Comprendió inmediato. — Dios, ¿es ella? — preguntó, avergonzada — ¿Es… Elizabeth? — Leonas asintió —. Dios, seguro imaginó lo peor. Yo… lo mejor será que me vaya, ¿verdad? Él se encogió de hombros. — ¿Estarás bien? — Sí, llamé a una amiga. Vendrá por mí. Justo venía a avisarte. Leonas asintió y la despidió co
2 meses después… — ¿Y bien, Elizabeth? ¿Cómo te sientes? ¿Estás lista para volver a São Paulo? — le preguntó la psicóloga aquella última tarde en la que se verían. Tuvo un escalofrío. No porque no estuviese lista… sino por todo a lo que había tenido que enfrentarse para llegar a ese punto. Mostró una sonrisa. — No puedo evitar sentirme nerviosa. La mujer le devolvió el gesto. Estaban sentadas la una frente a la otra. — Es completamente normal — le dijo —. ¿Recuerdas nuestra primera consulta? Se recordó hecha pedazos, con miedo al futuro y a sí misma... a no volver a ser ella, a quedarse atrapada en ese oscuro pasado y a que la sombra de Renato no la dejara nunca en paz. — Escucho su voz en mi cabeza — recordó haberle dicho. Había tenido que armarse de un necesario valor para hacerlo. La mujer asintió, paciente. — ¿Y qué te dice esa voz? — Cosas horribles, y ha empeorado desde que… — bajó la mirada, sin poder continuar. — Decidió quitarse la vida en frente de ti porque querí
Poco recordaba Elizabeth de lo que había sucedido esa terrible noche. Solo supo que Leonas se encargó de absolutamente todo. Completó las respuestas a la pregunta de la policía, se aseguró de que el cuerpo de Renato fuese llevado a donde pertenecía y consoló a Raquel hasta que se quedó dormida. También dio aviso a la familia. La prensa no tardó en enterarse y rodear la casa. Redujeron el escenario a una absurda y macabra historia de hombres peleando a cuerpo por la mujer que amaban que terminó en tragedia. Una vil mentira. Renato nunca fue capaz de amarla. Eso también él lo controló. El asunto se extendió hasta las dos de la mañana… cuando de a poco, todo el mundo fue desalojando la propiedad. — Iré al hospital a ver cómo se encuentra Alina. Raquel se ha quedado dormida al fin. ¿Estarás bien? — le había dicho en voz baja. La había encontrado en su habitación hecha un ovillo. Ella apenas asintió. Leonas experimentó un ramalazo de preocupación al verla así. Se había alejado de todo
Elizabeth creyó estar reviviendo la peor de sus pesadillas. No, no podía estar ocurriendo otra vez. Corrió con todas sus fuerzas en dirección al grito. Leonas no la detuvo, y a cambio, cargó el arma que siempre llevaba en la cinturilla de su pantalón y se preparó para el peor de los escenarios. Se detuvieron de súbito ante el escalofriante escenario. Elizabeth ahogó un jadeo de horror. Alina estaba tirada en el piso, envuelta en un charco de sangre, apretándose la herida como tantas veces Leonas le había enseñado en caso de ser necesario. Y sonreía… la pobre mujer sonreía para que no se preocuparan por ella. — ¿No les parece que hemos vivido antes este momento? — preguntó Renato, divertido. Llevaba una pistola consigo. La misma con la que había disparado a Alina. Elizabeth apretó los puños. Su aspecto era el de un hombre acabado. Había bajado varios kilos y tenía una barba de una o dos semanas. Llevaba puesta una chaqueta desgastada, al igual que sus pantalones. Lucía fatal, lejos
Después de largos segundos, Leonas salió de su estupor, se pasó la mano por el rostro y fue tras ella. — ¡Beth, espera! — la vio bajar las escaleras. Tenía prisa por alejarse de él. Eso le dolió — ¡Beth, por favor! Ella se detuvo al final del último escalón. Él la alcanzó. — ¿Qué quieres que espere? — le preguntó con el corazón chiquitito — No quiero verte ahora. — No me digas eso — rogó, dolido. — Entonces deja que me vaya. — No puedo hacer eso… no puedo dejar que te expongas y expongas la vida de nuestra hija allí fuera — le dijo en tono pausado. Suspiró —. Beth, escucha, asumo toda la culpa por haberte ocultado algo importante en pos de protegerte, pero tu familia y yo creíamos que… — ¿Mi familia? — enarcó una ceja — ¿Quieres decir que todos lo sabían menos yo? — él no dijo nada en ese momento —. No tenían ese derecho… — Fue un error, sí, pero no puedes culparnos por intentar protegerte, por intentar… evitarte un dolor. — Oh, Leonas, cuan hipócrita se escucha eso — escupió
Le enjabonó los brazos y el cuello. — Oh, eres excelente con las manos — musitó ella, risueña, bajo el grifo de agua fría. Echó la cabeza hacia atrás. — Y no sabes lo que otras partes de mi cuerpo también pueden hacer— le dijo, inclinándose contra el lóbulo de su oreja. Elizabeth se erizó y se mordió el interior de la mejilla, coqueta. — ¿Me lo mostrarías? — No tienes ni que preguntarlo. Date la vuelta y coloca las manos contra los azulejos — una orden que le dejó la boca seca, pero a la que no se resistió. La sonrisa de Leonas se borró en cuanto descubrió el resultado de años de maltrato en su espalda. Había olvidado lo que ese malnacido le había hecho. Sus ojos claros se oscurecieron dos tonos Obedeció en silencio. La sonrisa de Leonas se borró en cuanto descubrió el resultado de años de maltrato en su espalda. Sus ojos se oscurecieron. Tensó la mandíbula y casi pudo masticar la ira. No era justo que su piel estuviese marcada de por vida. No era justo en lo absoluto. Su espa
Chocaron contra la pared contigua a la puerta. Rieron porque uno de los dos se golpeó la cabeza. — Auch — se quejó ella, riendo. Él tomó sus mejillas y la miró. — ¿Estás bien? — Mjum — fue lo único que pudo decir. — Muy bien — y volvió a besarla. La llevó a tientas a la mesa más cercana, apartó las cosas que había de por medio y allí la empotró. Continuó besándola. No hubo consideración o prudencia en ninguna de sus acciones, al contrario. Leonas quería poseerla y ella necesitaba que lo hiciera. Se zambulleron todavía más en aquel encuentro. Se comieron la boca y se tocaron desesperados por encima de la ropa. — Te necesito desnudo — gimió ella, sonrojada, atrevida. Leonas esbozó una coqueta sonrisa contra sus labios y tomó una de sus manos antes de llevársela a la cinturilla de su pantalón, invitándola a ella a hacer de él lo que quisiera. Los ojos de Elizabeth se oscurecieron dos tonos. Pasó un trago, y sin apartar su mirada de la suya, se hizo de la hebilla de su cinturón s
Desayunaron como nunca pensaron que sería posible, en medio de una conversación cualquiera que incluía las miradas embelesadas de Leonas, las ocurrencias de Raquel y la risa de Elizabeth que, aunque era genuina, sabía que había algo de nostalgia en ella. A él le pareció demasiado frívolo arrasar con esa paz que de pronto la había cobijado. Quería prologar por un poco más de tiempo cualquier síntoma de felicidad que viese en su rostro. De lo que no estaba seguro es de cuánto tiempo podría sostener aquella noticia. — ¿Estás pensando en cómo ya echarme de aquí? — bromeó ella de repente, sacándolo de sus cavilaciones. Se habían quedado luego de que Raquel se hubiese ido a corretear por el jardín con las mariposas. Alina estaba con ella. Él rio. — De hecho, he estado pensando en cómo tenerte aquí por más tiempo — ahora era ella que se carcajeaba. — Siempre aprovechándote del momento. — Nunca se sabe cuándo correré con suerte — le guiñó un ojo. Ella negó con los ojos entornados, y se