Una vez que Ana Paula se instaló en una de las habitaciones y Santos saludó a su familia, su madre volvió a interceptarlo antes de que se encerrara en el despacho, como acostumbraba a hacer cuando quería evadir un tema. — Santos, hijo… creo que me debes una que otra explicación. — Ya no soy un adolescente, madre, ya no debo consultarte mis decisiones. — Eso lo sé, pero al menos pudiste decirnos que ibas a casarte y te habríamos acompañado en una fecha tan importante. Ni siquiera sabíamos que tenías una novia. ¿Dónde la conociste? ¿Cuánto tiempo llevan juntos? Santos se detuvo abruptamente frente a la puerta y se giró para encarar a su madre. — Lo único que tienes que saber de Ana Paula es que es mi esposa y punto, no hay nada más, madre — zanjó, dándole la espalda. — ¡Santos Torrealba, detente ahora mismo! — exigió la mujer. Pocas eran las veces que ejercía su autoridad como madre. — ¿Y ahora qué? — No quise comentarte nada hasta que tú lo hicieras, pero… esa muchacha está emba
— Querido. ¿Está tu esposa bien? — preguntó Laura Torrealba, la abuela del CEO, cuando acabaron de comer — La noté un poco pálida. Todos alzaron la vista. — Es cierto, hermano, se le veía un poco mal. ¿Quizás debas llamar al médico? — Ana Paula solo está cansada, han sido días complicados para nosotros — espetó con seriedad — Pero si llega a ser necesario, llamaré a Bruno. — Sería una buena idea, aunque… — De mi esposa me encargaré yo — se incorporó, un tanto molesto. Odiaba que se preocuparan por ella más de la cuenta, sobre todo porque no tenían ni la más mínima idea de quién era en realidad — Con permiso, buenas noches. Se retiró sin decir más. Subió las escaleras con la intención de ir a su habitación y ver si lograba descansar; sin embargo, no pudo evitar detenerse frente a la puerta de su esposa. Tomó la manija entre sus dedos, apoderado por ese instinto automático que últimamente no lo dejaba en paz. Iba a abrir cuando escuchó el rumor de un sollozo en el interior. Sus oj
Ana Paula gimió de sorpresa, y un segundo después, de aceptación. No supo cómo poner resistencia, tampoco estuvo segura de querer hacerlo, lo cierto es que tan pronto esa lengua filosa se hizo de su boca, todas sus defensas cayeron. Se alzó en puntillas. Santos no pasó desapercibida esa reacción, tampoco la suya propia, pues aunque deseaba poner fin a aquel beso, su cuerpo respondía de una forma distinta. La pegó más a él, y con su mano libre, apretó uno de sus mulos por encima de la tela de aquella bata, deseando explorar más allá de sus hilos. La recorrió entera, y con áspera delicadeza, acunó uno de sus pechos. Buscó el otro. Eran del tamaño de perfecto. Encajaban en sus palmas como si estos hubiesen sido diseñados para ser eternamente adorados por él. Con el juicio completamente nublado, le bajó los tirantes para liberarlos y así poder sentir la carne suave entre sus manos. Ana Paula volvió a gemir. Tenía los ojos cerrados y sintió que flotaba, pero, de repente, la burbuja se
— Santos Torrealba, te guste o no, esta muchacha es parte de nuestra ahora. Tu familia. Te casaste con ella, por amor a Dios. ¿Por qué te comportas de manera tan fría? — Madre… — No, me vas a escuchar. Sé que ya eres lo suficientemente adulto como para tomar tus decisiones, pero… ¿Por qué te casaste con ella si la ibas a tratar así? ¿Es por el hijo que esperan? ¿Es eso lo único que los une? — Madre, basta ya, por favor. ¿Quieres? — suspiró, hastiado y miró a través de la ventana del despacho que daba con una parte del jardín. — No, no quiero. En el servicio hay rumores de que no durmieron juntos en tu habitación. Yo misma la llevé a la tuya creyendo que una de las mucamas se había equivocado y… — Espera. ¿Qué has dicho? — preguntó, ahora mirándola — ¿Tú llevaste a Ana Paula a mi habitación? — Por supuesto que lo hice, es tu esposa — respondió orgullosa. Santos se pellizcó el entrecejo y exhaló profundo mientras negaba con la cabeza. Carajo. Entonces que Ana Paula estuviese en su
Elizabeth Torrealba ahogó un jadeo y Renato se dio la vuelta con el entrecejo fruncido. En cuanto descubrió a la dueña de aquella voz, sonrió con malicia. — Tú no te metas, este asunto es entre mi mujer y yo. Mejor ocúpate en ser la zorra de Santos. — ¡Renato! No le hables así, es la esposa de mi hermano — defendió Elizabeth, avergonzada. Nadie de su familia sabía que su esposo la maltrataba, aunque lo sospechaban. — Y tú eres la mía y te niegas a cumplirme. Qué irónico, ¿No? Pero eso lo resolveremos ahora mismo — gruñó, arrastrándola de nuevo por el pasillo. Ana Paula parpadeó. No podía permitir que se la llevara e hiciera con ella quién sabe que cosas a las que Elizabeth se negaba. — ¡Suéltala! ¡La estás lastimando! — lo tomó del brazo, pero, en un movimiento brusco, el hombro se zafó y provocó que Ana Paula se cayera en el piso. — ¡La próxima vez que…! — ¿Qué carajos está pasando aquí? — preguntó Santos Torrealba, apareciendo de pronto por las escaleras. Abrió los ojos al ver
Dos horas después, volvieron al auto con más de unas cuantas bolsas. — No has dicho nada en todo el camino. ¿Es que no fue de tu agrado todas las cosas que se compraron? — preguntó ante el silencio de su esposa. Desde lo ocurrido con la insolente dependienta, se había quedado callada y apenas decía que sí o no con un movimiento de cabeza cuando le preguntaba si alguna cosa u otra le hacía falta. — No es eso, todo está precioso. — ¿Y entonces? ¿Por qué no pareces emocionada? Cualquier mujer estaría feliz con llenar su guardarropa con prendas de temporada. — Es solo ropa — respondió ella a cambio, y se encogió de hombros antes de volver la vista a la ventana. Santos se quedó atónito por varios segundos. Por supuesto que era solo ropa, pero no para una mujer ambiciosa como ella. ¿Hasta cuándo seguiría fingiendo? Leonas también notó esa particularidad en ella y ya comenzaba a hacerse internamente demasiadas preguntas respecto a la ardua investigación que había hecho. ¿Existía alguna
— ¿Qué hacías afuera a esta hora? — preguntó con los ojos entornados. Quería escuchar que se inventaba. — Lo que pasa es que ese hombre, Renato… — Vaya, lo admites. Pensé que no tendrías el valor para decir que estabas con él. Los vi, y muy juntos — gruñó indignado, y se pellizcó el puente de la nariz antes de volver a mirarla —. Intento llevar la fiesta en paz contigo, pero no me la pones fácil. Ana Paula parpadeó, negando. — Tienes que escucharme, tienes que dejar que te explique. — Ah, es que tienes una explicación — murmuró, sonriendo irónicamente. Ella asintió, valiente. — La hay. Ese hombre me llevó al jardín, me amenazó, me… — ¿Te amenazó? — Sí, me dijo que no te dijera nada, pero… yo temo por la vida de mi hijo — confesó con un nudo en la garganta. — ¿Cómo sé que lo que me estás diciendo es verdad? No es que Renato sea santo de mi devoción, pero tú tampoco lo eres. Ninguno de los dos ha hecho nada para tener mi confianza. — Te estoy diciendo la verdad — continuó ella
Llamó a su puerta, y ansioso, no esperó a que ella contestara para abrir. La encontró caminando de un lado a otro. Se miraron, sin saber qué decir. — Lo que viste allá abajo… — se aclaró la garganta, de pronto nervioso. ¿Qué ocurría? Él nunca se ponía así. — No tienes por qué darme explicaciones — le dijo ella, acercándose a la ventana. Su corazón latía. Santos entornó los ojos ante esa desinteresada respuesta. ¿Le daba igual si estaba con otras mujeres? Probaría cuánto. — Tienes razón, no debo hacerlo. Pero te lo aclaro para que no creas que tú puedes pavonearte por allí cualquier día con un hombre — dijo en tono agrio. Ana Paula se giró, abrazada a sí misma. Esa noche llevaba uno de esos vestidos que compraron juntos y en lo particular a él le fascinaba como se le veía. Su vientre resaltaba hinchado y a sus mejillas le daba precioso tono melocotón. Un deseo inexplicable por ella aumentó. — ¿Qué si lo hiciera? Tú estabas haciendo exactamente lo mismo hace un momento. Yo también