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Después de largos segundos, Leonas salió de su estupor, se pasó la mano por el rostro y fue tras ella. — ¡Beth, espera! — la vio bajar las escaleras. Tenía prisa por alejarse de él. Eso le dolió — ¡Beth, por favor! Ella se detuvo al final del último escalón. Él la alcanzó. — ¿Qué quieres que espere? — le preguntó con el corazón chiquitito — No quiero verte ahora. — No me digas eso — rogó, dolido. — Entonces deja que me vaya. — No puedo hacer eso… no puedo dejar que te expongas y expongas la vida de nuestra hija allí fuera — le dijo en tono pausado. Suspiró —. Beth, escucha, asumo toda la culpa por haberte ocultado algo importante en pos de protegerte, pero tu familia y yo creíamos que… — ¿Mi familia? — enarcó una ceja — ¿Quieres decir que todos lo sabían menos yo? — él no dijo nada en ese momento —. No tenían ese derecho… — Fue un error, sí, pero no puedes culparnos por intentar protegerte, por intentar… evitarte un dolor. — Oh, Leonas, cuan hipócrita se escucha eso — escupió
Elizabeth creyó estar reviviendo la peor de sus pesadillas. No, no podía estar ocurriendo otra vez. Corrió con todas sus fuerzas en dirección al grito. Leonas no la detuvo, y a cambio, cargó el arma que siempre llevaba en la cinturilla de su pantalón y se preparó para el peor de los escenarios. Se detuvieron de súbito ante el escalofriante escenario. Elizabeth ahogó un jadeo de horror. Alina estaba tirada en el piso, envuelta en un charco de sangre, apretándose la herida como tantas veces Leonas le había enseñado en caso de ser necesario. Y sonreía… la pobre mujer sonreía para que no se preocuparan por ella. — ¿No les parece que hemos vivido antes este momento? — preguntó Renato, divertido. Llevaba una pistola consigo. La misma con la que había disparado a Alina. Elizabeth apretó los puños. Su aspecto era el de un hombre acabado. Había bajado varios kilos y tenía una barba de una o dos semanas. Llevaba puesta una chaqueta desgastada, al igual que sus pantalones. Lucía fatal, lejos
Poco recordaba Elizabeth de lo que había sucedido esa terrible noche. Solo supo que Leonas se encargó de absolutamente todo. Completó las respuestas a la pregunta de la policía, se aseguró de que el cuerpo de Renato fuese llevado a donde pertenecía y consoló a Raquel hasta que se quedó dormida. También dio aviso a la familia. La prensa no tardó en enterarse y rodear la casa. Redujeron el escenario a una absurda y macabra historia de hombres peleando a cuerpo por la mujer que amaban que terminó en tragedia. Una vil mentira. Renato nunca fue capaz de amarla. Eso también él lo controló. El asunto se extendió hasta las dos de la mañana… cuando de a poco, todo el mundo fue desalojando la propiedad. — Iré al hospital a ver cómo se encuentra Alina. Raquel se ha quedado dormida al fin. ¿Estarás bien? — le había dicho en voz baja. La había encontrado en su habitación hecha un ovillo. Ella apenas asintió. Leonas experimentó un ramalazo de preocupación al verla así. Se había alejado de todo
2 meses después… — ¿Y bien, Elizabeth? ¿Cómo te sientes? ¿Estás lista para volver a São Paulo? — le preguntó la psicóloga aquella última tarde en la que se verían. Tuvo un escalofrío. No porque no estuviese lista… sino por todo a lo que había tenido que enfrentarse para llegar a ese punto. Mostró una sonrisa. — No puedo evitar sentirme nerviosa. La mujer le devolvió el gesto. Estaban sentadas la una frente a la otra. — Es completamente normal — le dijo —. ¿Recuerdas nuestra primera consulta? Se recordó hecha pedazos, con miedo al futuro y a sí misma... a no volver a ser ella, a quedarse atrapada en ese oscuro pasado y a que la sombra de Renato no la dejara nunca en paz. — Escucho su voz en mi cabeza — recordó haberle dicho. Había tenido que armarse de un necesario valor para hacerlo. La mujer asintió, paciente. — ¿Y qué te dice esa voz? — Cosas horribles, y ha empeorado desde que… — bajó la mirada, sin poder continuar. — Decidió quitarse la vida en frente de ti porque querí
— ¿Beth? — él la miró extrañado y la instó a continuar. En eso, se acercó Dalia. Elizabeth la examinó de arriba hacia abajo, después apartó la mirada. Leonas notó que Dalia todavía tenía puesta una camisa de él. M****a. Cerró los ojos por un segundo. — Elizabeth… — Iré por Raquel. He estado loca por pasar tiempo con ella — dijo con una sonrisa apagada, intentando restarle importancia a la situación. Y sin esperar a que él la detuviera, caminó hasta la casa. — ¿Está todo bien? — le preguntó Dalia en cuanto se quedaron solos. — Dalia, tienes que… — torció el gesto. La mujer arrugó la frente. Miró hacia la dirección en la que había desaparecido Elizabeth y después a él. Comprendió inmediato. — Dios, ¿es ella? — preguntó, avergonzada — ¿Es… Elizabeth? — Leonas asintió —. Dios, seguro imaginó lo peor. Yo… lo mejor será que me vaya, ¿verdad? Él se encogió de hombros. — ¿Estarás bien? — Sí, llamé a una amiga. Vendrá por mí. Justo venía a avisarte. Leonas asintió y la despidió co
Unas semanas después… Tener que adaptarse a vivir juntos no fue nada complicado. Raquel lo hacía demasiado fácil. Los despertaba con brincos en la cama cada mañana y los tenía activos todo el día esperando que igualaran sus energías. Elizabeth parecía otra. Estaba renovada. Lo que la convertía en una mejor madre para su hija y la mujer con la que Leonas merecía compartir su vida. Una noche, en complicidad, padre e hija planearon una cena romántica en el jardín. Él se vistió de esmoquin y ella de chef profesional. Lo que arrancó una contagiosa carcajada de Elizabeth en cuanto bajó las escaleras y apareció en el jardín, con aquel precioso vestido rojo que él había dejado en la cama de ambos con una pequeña nota que decía. “Úsame esta noche” — ¿Qué es todo esto? — Usted, señora, y yo, hemos sido cordialmente invitados a probar el nuevo platillo, especialidad de la chef. — ¡Esa soy yo! — alzó el dedo, con su gorrito blanco que le quedaba divino. Elizabeth les siguió el juego. — ¿
— Señor, esta es la mujer que lleva meses buscando — Leonas Ferreira, el secretario y jefe de seguridad de Santos, le extendió un documento de varias páginas sobre el escritorio — Su nombre completo es Ana Paula Almeida. Hija de madre soltera. Su padre las abandonó antes de que nacieran.Santos alzó la vista.— ¿Plural?— Sí, señor. Tiene una hermana gemela, pero hace años que no hay comunicación entre ellas.— ¿Y te aseguraste de que esto no se trate de una confusión y estemos acusando a la hermana equivocada? — no quería errores a la hora de arremeter contra la asesina de su hermano.— Lo hice, señor, pero efectivamente la joven que busca es Ana Paula. Ha tenido varios problemas con la ley por robos menores a tiendas y chantaje. Su nombre figura en la base de datos policial. Es la misma mujer que intentó estafar a su hermano.Santos asintió y cruzó las manos sobre el escritorio.— Cuéntame sobre esa hermana gemela. ¿Por qué razón no existe comunicación entre ellas?— Eso no lo sé, s
Ana Paula ahogó un jadeo de impresión ante el espécimen masculino de metro noventa que se plantó frente a ella y la miró con esos poderos ojos azules.— ¿De quién es ese hijo? — fue lo primero que preguntó Santos Torrealba al tenerla a un endemoniado metro de distancia.Ana Paula dio un paso hacia atrás y se llevó las manos de forma protectora a su vientre.— ¿Perdona…? — consiguió preguntar, sin comprender quién era ese hombre o que quería de ella.— Me escuchaste bien. ¿De quién es ese hijo que tienes allí dentro? — señaló con gesto despectivo su vientre.— Es mío.Santos rio sin gracia y echó mano a su bolsillo antes de sacar el móvil y llevárselo a la oreja.— ¿Cuánto demorará la policía en llegar?Cuando Ana Paula escuchó aquellas palabras, sus ojos se abrieron de par en par y su corazón latió desmesuradamente dentro de su caja torácica. Se sintió aterrada, y sin saber por qué, intentó huir, pero ese hombre era más rápido y fuerte y la detuvo a unos metros.Ella chilló.— ¡No me