117°

Tuve un real impulso por empujarla, por golpearla, por alejarla de mí. No quería hablar con Gabriela; era lo último que hubiese querido en ese día tan tormentoso.

Pero la mujer estaba ahí, de pie frente a mí, y parecía que no se marcharía. El pequeño Esteban nos observó a una y otra, como si, a pesar de su pequeña edad, pudiese entender que entre las dos había un enorme vacío, imposible de llenar.

Miré hacia Federico en busca de tal vez alguna ayuda, pero él simplemente se encogió de hombros, como si entendiera que no teníamos escapatoria.

Y de verdad yo quería negarme, quería negarme a atenderla, porque ella me había hecho daño. Aunque yo también le habían hecho daño, así pude llegar a sentir un poco de remordimiento.

— Está bien — , le dije en un tono amargo. — Aunque la verdad no sé de qué tenemos que hablar. —

Entonces noté cómo Gabriela parecía nerviosa e incómoda, como si tampoco quisiera entrar en esa conversación. Pero había algo que la motivaba, que la obligaba. Y entonces,
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