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El frío la despertó.

No el frío del clima, sino el de la losa de concreto contra su piel desnuda.

Aisha abrió los ojos de golpe, sintiendo el cuerpo entumecido por la postura en la que había dormido, sucio, sucio y adolorido. Intentó moverse, pero las esposas alrededor de sus muñecas se lo impidieron.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que llegó. En ese lugar no había ventanas, ni relojes, ni forma de medir el tiempo. Solo había órdenes. Órdenes y castigos.

Había intentado resistirse.

Desde el primer día, desde que la arrancaron de allí con gritos y golpes, desde que la subieron a un coche con vidrios polarizados y la llevaron a un lugar que no reconocía. Ella gritó, pataleó.

Nada funcionó.

Le arrancaron la ropa fina, le quitaron las joyas, le cortaron el cabello hasta dejarlo apenas por encima de sus hombros. Le dieron un uniforme gris, áspero, sin forma. Le dieron un número en vez de un nombre.

Aquí no eres nadie.

Aquí no importa de qué familia vienes.

Aquí solo obed
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