El día previo a su ingreso en el hospital había llegado más rápido de lo que Ariadna esperaba. La ansiedad por la cesárea flotaba en el aire, aunque ella intentaba no demostrarlo demasiado. Maximiliano había pasado la mayor parte del día asegurándose de que todo estuviera listo, verificando que la maleta para el hospital tuviera lo necesario y coordinando con el equipo médico que estaría a cargo del procedimiento. Pero, a pesar de lo mucho que se esforzaba por mantener la calma, su esposa podía notar la tensión en sus hombros cada vez que pasaba las manos por su rostro o cuando suspiraba con más frecuencia de lo habitual. Esa noche, después de la cena, Ariadna se recostó en la cama, sintiendo el peso de su vientre más que nunca. Sus pies estaban hinchados, su espalda dolía y la incomodidad se había vuelto su compañera diaria. Aun así, cuando Maximiliano entró en la habitación y la observó con una suave sonrisa, sus preocupaciones parecieron disiparse, aunque fuera por un instante. —
El hospital se sentía más cálido de lo habitual. No era solo por la luz tenue que iluminaba la habitación, sino por la emoción que flotaba en el ambiente. Ariadna estaba recostada en la cama, exhausta, aunque radiante, sosteniendo a uno de sus bebés en brazos. Maximiliano estaba a su lado, con el otro pequeño, mientras que la tercera de sus hijos dormía en la cuna especial junto a ellos. El sonido de unos suaves golpes en la puerta hizo que ambos levantaran la vista.—¿Se puede? —preguntó Camila con la voz entrecortada, asomando la cabeza con una sonrisa que trataba de contener la emoción.Ariadna asintió de inmediato y en cuestión de segundos, su madre entró en la habitación con Ricardo justo detrás. Los ojos de Camila brillaban al ver a su hija en la cama, rodeada por sus pequeños. Ricardo, por su parte, mantenía su expresión serena, pero la suavidad en su mirada delataba lo conmovido que estaba.—Dios mío… —susurró Camila al acercarse, llevándose las manos al pecho—. Son… son precio
El hogar se había transformado en un santuario de calma y vida nueva. Los primeros días con los trillizos eran un torbellino de emociones, aprendizaje y una constante lucha contra el agotamiento. Maximiliano, con su experiencia, había tomado la delantera en muchas cosas. Sabía cómo sostener a los bebés, cómo calmarlos, cómo asegurarse de que cada uno recibiera los cuidados necesarios sin agobiar a Ariadna. Desde el primer momento, ella tuvo claro que él no sería un padre distante. Se involucraba en cada detalle, desde cambiar pañales hasta verificar la temperatura del agua para los baños. Afortunadamente, no estaban solos. Las niñeras que habían contratado desde el principio les facilitaban muchas cosas, permitiendo que Ariadna pudiera recuperarse sin la presión de tener que hacer todo sola. Sin embargo, a pesar de la ayuda, ella quería involucrarse en cada pequeño momento con sus bebés. —No tienes que forzarte demasiado —le decía Maximiliano cada vez que la veía intentando hacer m
Desde su inauguración, el Hospital Valenti se había convertido en uno de los centros médicos más prestigiosos del país, atrayendo a los mejores especialistas y ofreciendo atención de primera calidad a sus pacientes. Para Maximiliano, su vida había cambiado por completo. Su rutina ya no solo consistía en salvar vidas dentro del quirófano, sino en dirigir el hospital con la eficiencia y excelencia que siempre había exigido en su carrera. Cada decisión que tomaba no solo afectaba a su equipo médico, sino a los cientos de pacientes que confiaban en el hospital. Aquella mañana había comenzado temprano. Apenas habían dado las seis cuando Maximiliano entró al hospital con el uniforme, revisando su agenda del día. Tenía una cirugía programada, varias reuniones y la revisión de nuevos protocolos para el área de pediatría. Apenas puso un pie en su oficina, su asistente lo recibió con un montón de informes. —Dr. Valenti, el director del departamento de cardiología quiere verlo antes de su cir
Diez años después El sonido de la alarma resonó por todo el hospital, activando el protocolo de emergencia. Las puertas de la sala de urgencias se abrieron de golpe cuando el equipo médico ingresó a toda prisa con una camilla. —¡Paciente masculino, veintidós años, accidente automovilístico! —gritó un paramédico, empujando la camilla con rapidez—. Trauma craneoencefálico, múltiples fracturas y hemorragia interna. Ariadna, con la bata blanca y el estetoscopio colgado al cuello, ya estaba esperándolos en la sala de reanimación. —Vamos a estabilizarlo —ordenó con firmeza—. Monitoreo cardíaco, presión arterial y saturación de oxígeno ya. El equipo médico se movió con precisión, siguiendo cada una de sus indicaciones. El ambiente estaba cargado de tensión, pero ella se mantenía imperturbable, se había preparado para ello y en más de una ocasión ya había demostrado que estaba lista y de lo que era capaz.—La presión sigue cayendo, doctora Valdés —informó una enfermera con tono preocupad
No quería llorar frente a Maximiliano, no quiso derrumbarse frente a todas sus palabras, pese a lo mucho que la herían, pero dentro de ella todo se rompía. Cada palabra que él le dijo le pesaba en el pecho. Se había encerrado en la habitación para llorar.Era cierto, su vida había sido perfecta, maravillosa, tan llena de todo lo que deseaba, cargada de sueños, ilusiones y una vida que siempre quiso, junto al hombre que siempre amó.Una infidelidad acabó con toda su calma, con la vida como la conocía y su relación, causándole mucho daño a Víctor y tomando un rumbo del que no podía salirse.Solo acostumbrarse.Y lo había hecho. No tenía cómo cambiar las cosas, jamás podría cambiar esa noche, la traición a Víctor o… el resto de las cosas que habían sucedido, una tras otra.¿Había vivido? No, recién empezaba a soñar, a disfrutar, poder concretar lo que deseaba, el camino a elegir, el sabor de la vida, el valor de los sueños, las metas que quería cumplir.El futuro había parecido tan brilla
La llamada sonó tres veces antes de ir directamente al buzón de voz. Ariadna apretó el teléfono con frustración y volvió a intentarlo. Nada. El número de Aisha seguía sin responder. Se obligó a respirar hondo, sintiendo que cada segundo sin respuestas solo hacía crecer la angustia en su pecho. Si Aisha no contestaba, era porque no quería. Y eso era suficiente prueba de que tenía algo que ocultar. Necesitaba saber. Necesitaba la verdad. Cuando entró a la casa de su padre, su corazón latía con fuerza. El aire en la mansión Valdés se sentía pesado, casi opresivo, como si las paredes mismas ocultaran secretos demasiado oscuros para ser dichos en voz alta. Encontró a Maximiliano en el estudio, de espaldas a la puerta, revisando algo en su teléfono.—Necesito hablar contigo. Su tono fue tan serio que Maximiliano dejó el teléfono y la miró con una expresión de ligera alarma. —¿Qué ocurre? —preguntó, dejando el teléfono a un lado. Ariadna se humedeció los labios, sintiendo su p
La puerta se abrió sin aviso, y Ariadna alzó la vista, sobresaltada. Maximiliano entró con pasos lentos, su figura alta llenando el marco de la puerta por un instante antes de avanzar hacia ella. No había calidez en su rostro, solo una máscara de frialdad que había aparecido desde que ella empezó a hacer preguntas.Cerró la puerta tras de sí con un golpe seco y se acercó, deteniéndose a pocos pasos de la cama. Sus ojos la recorrieron —las mejillas húmedas, el cabello revuelto, las manos temblorosas— y por un momento pareció que diría algo. Pero en vez de eso, se sentó a su lado, tan cerca que el colchón se hundió bajo su peso, aunque su postura era rígida, distante.Ariadna se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, respirando entrecortada, y lo miró de reojo. Quería que hablara, que rompiera ese silencio que la estaba ahogando, pero él solo la observaba, con la mandíbula apretada y las manos apoyadas en las rodillas como si estuviera conteniendo algo.—¿Qué pasa contigo? —dijo f