El camino desde la Plaza Mayor hasta el apartamento de Víctor en Chamberí era una caminata tranquila bajo el cielo nocturno.Darcy iba adelante, saltando entre las líneas de las aceras con su conejo de peluche gris colgando de una mano, mientras Ariadna caminaba a su lado, la bufanda gris rozándole la barbilla. Las dos charlaban cómodamente, sus voces llenando el aire fresco con una mezcla de risas y preguntas infantiles.—¿Tú crees que las luces son mágicas de verdad? —preguntó Darcy, girándose hacia Ariadna con los ojos brillantes—. ¡Señor Gris dice que sí!Ariadna rio, ajustando los lentes sobre su nariz mientras miraba a la niña.—Podría ser —respondió, su tono juguetón—. Quizás tienen un hechizo que hace que todos sonrían más en Navidad.Darcy asintió, satisfecha, y saltó sobre un charco, salpicando gotas que brillaron bajo una farola.—¡Entonces voy a pedir más luces para mi cuarto! —dijo, y luego señaló a Ariadna—. ¿Tú tienes luces mágicas en tu casa?—No tantas como aquí —resp
Ariadna se sentaban en la cama, un álbum de fotos abierto entre ellas como un tesoro desenterrado. Darcy había insistido en mostrarle "las aventuras de papá", y ahora hojeaba las páginas con dedos rápidos, señalando cada imagen con una mezcla de orgullo y entusiasmo. El álbum estaba lleno de recuerdos de un viaje a Australia, las fotos pegadas con cinta y algunas esquinas dobladas por el tiempo.—¡Mira esta! —dijo Darcy, apuntando a una foto donde Víctor posaba frente a un koala, su cabello revuelto por el viento y una sonrisa enorme en el rostro—. ¡Mi papi era el más guapo de todo el lugar! Todas las señoras le decían cosas, pero él solo me cargaba a mí.Ariadna rio, inclinándose para ver mejor la imagen. Víctor llevaba una camiseta gris y shorts, el sol australiano bronceándole la piel mientras Darcy, más pequeña entonces, se aferraba a su cuello con una risita.—Se ve que eras su favorita —dijo Ariadna, ajustando los lentes sobre su nariz mientras miraba a la niña—. Y tienes razón,
Víctor y Ariadna estaban en el salón, la lámpara de pie arrojando un brillo ámbar sobre el sofá desordenado y las paredes llenas de dibujos infantiles. Ella jugueteaba con el borde de su bufanda gris, el corazón latiéndole como un tambor mientras él se pasaba una mano por el cabello, buscando romper la quietud que los envolvía.—Voy a buscarte algo para que te pongas —dijo al fin, su voz baja y un poco ronca mientras señalaba el pasillo con un gesto nervioso—. No vas a dormir con jeans, ¿verdad?Ariadna sonrió, soltando la bufanda sobre el respaldo del sofá mientras asentía.—Gracias —respondió, la idea de quedarse oficialmente golpeándola con una mezcla de nervios y algo más, algo cálido que no podía nombrar.Víctor desapareció en su habitación, el sonido de cajones abriéndose y cerrándose llenando el aire antes de que regresara con una camiseta gris gastada y unos pantalones de pijama azules, la tela suave y ligeramente arrugada por el uso. Se los tendió, sus dedos rozando los de el
El pasillo del apartamento parecía alargarse mientras Víctor y Ariadna caminaban hacia su habitación, el sonido de sus pasos silbando contra las paredes como un tambor silencioso.El beso en el salón los había dejado temblando, las respiraciones agitadas y las miradas cargadas de un deseo que ninguno podía ignorar. Ella llevaba su pijama —la camiseta gris holgada y los pantalones azules—, y él aún tenía la chaqueta puesta, como si no se atreviera a quitársela y hacer el momento más real. Darcy dormía en su cuarto, ajena al torbellino que se desataba a pocos metros, las estrellitas del techo brillando tenuemente tras su puerta.Víctor abrió la puerta de su habitación, el espacio sencillo pero acogedor: una cama de matrimonio con sábanas azul oscuro, una lámpara en la mesita que arrojaba un brillo suave, y una ventana que dejaba entrar el resplandor de las luces navideñas de la calle. Se giró hacia ella, las manos en los bolsillos, y rio nervioso, rompiendo el silencio.“Mierda. ¡No sé
Ariadna y Víctor despertaron enredados, los brazos y piernas entrelazados como si hubieran buscado calor en la noche. Ella tenía la cabeza en su pecho, el aroma de su piel mezclado con el de la camiseta gris que aún llevaba puesta, mientras él la abrazaba por la cintura, los dedos descansando justo bajo el borde de la tela. Habían pasado la noche entre besos y susurros, el deseo tirando de ellos, pero deteniéndose en el borde, dejando un rastro de calor y promesas en cada roce.Ariadna abrió los ojos primero, parpadeando mientras la realidad la golpeaba: estaba en la cama de Víctor, sus cuerpos pegados tras una noche que había cambiado todo. Levantó la cabeza y lo miró, su rostro relajado en el sueño, el cabello desordenado cayéndole sobre la frente. Sonrió, un calor suave llenándole el pecho, pero entonces un ruido en el pasillo —pasos pequeños y rápidos— la hizo tensarse.La puerta se abrió de golpe, y Darcy entró como un torbellino, el pijama de unicornio arrugado y el conejo gris
Después del desayuno interrumpido por el beso en la cocina, habían decidido salir al patio trasero del edificio, un espacio pequeño con un columpio oxidado y bancos rodeados de macetas. Darcy había convencido a un vecino, un niño pecoso de su edad, para jugar a los exploradores, y ahora corría entre los arbustos con su conejo gris, gritando órdenes sobre tesoros imaginarios. Eso dejó a Víctor y Ariadna solos en el salón, las cortinas abiertas dejando entrar la luz pálida de diciembre.Ella estaba sentada en el sofá, la bufanda gris sobre las rodillas mientras hojeaba el álbum de Australia que Darcy había dejado olvidado. Él recogía los platos del almuerzo —un intento torpe de sándwiches que habían hecho juntos, sin ganas de salir de casa ni complicarse mucho la existencia, todos los presentes querían aprovechar al máximo la presencia de Ariadna—, pero sus ojos seguían volviendo a ella, al contorno suave de su cuello bajo la camiseta prestada, al modo en que sus dedos jugaban con el bo
Ariadna soltó un jadeo, la espalda arqueándose contra el colchón, las manos subiendo a su cabello para tirar de él, el calor disparándosele por el pecho.—He soñado con esto demasiado tiempo, Ari —murmuró él contra su piel, la voz ronca mientras su lengua trazaba círculos húmedos, primero en un seno, luego en el otro, dejando un rastro brillante que la hizo estremecer.Ella no respondió con palabras, solo lo atrajo más cerca, las piernas abriéndose para dejarlo encajar entre sus muslos. Él bajó una mano, deslizándola por su vientre hasta llegar entre sus piernas, los dedos abriéndola con una presión firme pero cuidadosa, explorando hasta que encontró el punto que la hizo gemir, alto y claro. Ariadna apretó los muslos contra su mano, el cuerpo temblándole mientras él seguía, atento a cada reacción, los dedos moviéndose rápido, luego lento, hasta que ella jadeó su nombre, las caderas levantándose del colchón.—Víctor, ya —dijo, la voz quebrándosele, y él no esperó más.Estaba ansiosa, t
Víctor caminaba por las calles del barrio de Salamanca, el móvil en la mano y una misión clara en la cabeza. Era el 23 de diciembre de 2024, y quería que la Nochebuena del día siguiente fuera especial, una primera cena inolvidable para él, Darcy y Ariadna.Las dos estaban de compras —Darcy había insistido en un vestido nuevo para la ocasión—, y él aprovechaba la tarde para encontrar el lugar perfecto, algo hermoso y privado donde pudieran estar los tres.Había pasado la mañana llamando a restaurantes, pero todos estaban llenos o eran demasiado ruidosos para lo que imaginaba: una noche tranquila, íntima, con una cena exquisita que marcara este nuevo comienzo. Finalmente, un amigo le había dado un dato: un pequeño hotel boutique cerca de Retiro, La Casa del Olivo, conocido por sus cenas privadas en Navidad. Víctor llegó a la fachada de piedra, las luces navideñas colgando en guirnaldas sobre la entrada, y entró, recibido por el calor de una chimenea crepitante y el aroma a canela.La du