Ariadna y Víctor despertaron enredados, los brazos y piernas entrelazados como si hubieran buscado calor en la noche. Ella tenía la cabeza en su pecho, el aroma de su piel mezclado con el de la camiseta gris que aún llevaba puesta, mientras él la abrazaba por la cintura, los dedos descansando justo bajo el borde de la tela. Habían pasado la noche entre besos y susurros, el deseo tirando de ellos, pero deteniéndose en el borde, dejando un rastro de calor y promesas en cada roce.Ariadna abrió los ojos primero, parpadeando mientras la realidad la golpeaba: estaba en la cama de Víctor, sus cuerpos pegados tras una noche que había cambiado todo. Levantó la cabeza y lo miró, su rostro relajado en el sueño, el cabello desordenado cayéndole sobre la frente. Sonrió, un calor suave llenándole el pecho, pero entonces un ruido en el pasillo —pasos pequeños y rápidos— la hizo tensarse.La puerta se abrió de golpe, y Darcy entró como un torbellino, el pijama de unicornio arrugado y el conejo gris
Después del desayuno interrumpido por el beso en la cocina, habían decidido salir al patio trasero del edificio, un espacio pequeño con un columpio oxidado y bancos rodeados de macetas. Darcy había convencido a un vecino, un niño pecoso de su edad, para jugar a los exploradores, y ahora corría entre los arbustos con su conejo gris, gritando órdenes sobre tesoros imaginarios. Eso dejó a Víctor y Ariadna solos en el salón, las cortinas abiertas dejando entrar la luz pálida de diciembre.Ella estaba sentada en el sofá, la bufanda gris sobre las rodillas mientras hojeaba el álbum de Australia que Darcy había dejado olvidado. Él recogía los platos del almuerzo —un intento torpe de sándwiches que habían hecho juntos, sin ganas de salir de casa ni complicarse mucho la existencia, todos los presentes querían aprovechar al máximo la presencia de Ariadna—, pero sus ojos seguían volviendo a ella, al contorno suave de su cuello bajo la camiseta prestada, al modo en que sus dedos jugaban con el bo
Ariadna soltó un jadeo, la espalda arqueándose contra el colchón, las manos subiendo a su cabello para tirar de él, el calor disparándosele por el pecho.—He soñado con esto demasiado tiempo, Ari —murmuró él contra su piel, la voz ronca mientras su lengua trazaba círculos húmedos, primero en un seno, luego en el otro, dejando un rastro brillante que la hizo estremecer.Ella no respondió con palabras, solo lo atrajo más cerca, las piernas abriéndose para dejarlo encajar entre sus muslos. Él bajó una mano, deslizándola por su vientre hasta llegar entre sus piernas, los dedos abriéndola con una presión firme pero cuidadosa, explorando hasta que encontró el punto que la hizo gemir, alto y claro. Ariadna apretó los muslos contra su mano, el cuerpo temblándole mientras él seguía, atento a cada reacción, los dedos moviéndose rápido, luego lento, hasta que ella jadeó su nombre, las caderas levantándose del colchón.—Víctor, ya —dijo, la voz quebrándosele, y él no esperó más.Estaba ansiosa, t
Víctor caminaba por las calles del barrio de Salamanca, el móvil en la mano y una misión clara en la cabeza. Era el 23 de diciembre de 2024, y quería que la Nochebuena del día siguiente fuera especial, una primera cena inolvidable para él, Darcy y Ariadna.Las dos estaban de compras —Darcy había insistido en un vestido nuevo para la ocasión—, y él aprovechaba la tarde para encontrar el lugar perfecto, algo hermoso y privado donde pudieran estar los tres.Había pasado la mañana llamando a restaurantes, pero todos estaban llenos o eran demasiado ruidosos para lo que imaginaba: una noche tranquila, íntima, con una cena exquisita que marcara este nuevo comienzo. Finalmente, un amigo le había dado un dato: un pequeño hotel boutique cerca de Retiro, La Casa del Olivo, conocido por sus cenas privadas en Navidad. Víctor llegó a la fachada de piedra, las luces navideñas colgando en guirnaldas sobre la entrada, y entró, recibido por el calor de una chimenea crepitante y el aroma a canela.La du
Ya había pasada la medianoche tras la cena en La Casa del Olivo, y el apartamento de Víctor estaba en calma. Al otro lado de la línea, la voz de su madre, Camila, vibraba con una emoción que no podía contener.—¡Ay, Ari, me tienes el corazón en la boca! —dijo Camila, su tono subiendo con cada palabra mientras Ariadna le contaba sobre la cena, el vestido verde de Darcy, el cochinillo crujiente y las miradas que había compartido con Víctor bajo las velas—. ¡Se escucha que estás brillando, hija!Ariadna sonrió, ajustando los lentes sobre su nariz mientras miraba su reflejo en el espejo, el cabello corto despeinado y las mejillas aún sonrojadas por el vino y el calor de la noche.—Lo estoy, mamá —respondió, la voz temblándole un poco—. No sé cómo explicarlo. Es como si… no sé, como si todo esto fuera un sueño del que no quiero despertar.—¿Y cómo no vas a estarlo? —preguntó—. Víctor, Darcy, esa cena… Veo que mi niña está siendo feliz otra vez. Dime, ¿te sientes bien después de todo lo que
Debajo del árbol, una montaña de regalos envueltos en papel rojo y dorado esperaba, y en el centro de la escena, un Santa Claus algo torpe se ajustaba la barba blanca con una mano mientras sostenía un saco con la otra.Era Maximiliano metido en un disfraz alquilado que le quedaba un poco grande: el traje rojo colgaba flojo en los hombros, la panza postiza se ladeaba bajo el cinturón negro, y las botas le hacían tropezar con cada paso. Su novia, una morena risueña con el móvil en la mano, grababa desde el sofá, mordiéndose el labio para no reírse.—¡Ho, ho, ho! —gritó Maximiliano, exagerando la voz grave mientras agitaba el saco—. ¡Santa ha llegado con regalos para los niños más buenos del mundo!Desde el pasillo, los pasos rápidos y desordenados de los niños resonaron como un pequeño terremoto.Entró uno detrás del otro, sus ojos abriéndose de par en par cuando vio aquello allí, era como un sueño convertido en realidad.No podían creerlo ni contener toda la emoción.—¡Santa! —chilló u
El tren de Madrid a Valencia llegó puntual la tarde del 31 de diciembre y Víctor, Ariadna y Darcy bajaron al andén entre el bullicio de viajeros cargados de maletas y bolsas de regalos.Víctor llevaba una sonrisa ancha, emocionado por ver de nuevo a los padres de Ariadna después de tantos años, mientras ajustaba la mochila de Darcy sobre su hombro. Ariadna, en cambio, apretaba la bufanda gris contra su pecho, los nervios revolviéndole el estómago al pensar en unir sus mundos bajo el mismo tejado. Darcy, ajena a todo, saltaba entre ellos, el conejo gris colgándole de una mano y la otra señalando las luces navideñas que brillaban en la estación.—¡Voy a quedarme despierta toda la noche! —anunció, girando como trompo—. ¡No voy a dejar dormir a nadie, papá!Víctor rio, atrapándola por la cintura para levantarla en el aire.—Claro, peque, pero primero tenemos que conquistar a los abuelos —dijo, guiñándole un ojo a Ariadna, que sonrió débilmente, el corazón latiéndole rápido.—Veo que están
El sol apenas despuntaba en Valencia el 1 de enero, pero la casa de Camila y Ricardo ya vibraba con el recuerdo de la Nochevieja: platos sucios en la cocina, uvas aplastadas en la alfombra y Darcy durmiendo en el sofá, agotada tras su amenaza de no dejar dormir a nadie. Ariadna estaba en la cocina, removiendo un café con manos temblorosas, cuando el timbre sonó. Víctor, sentado en el salón con una taza en la mano, levantó la vista, y Camila salió disparada a abrir, su voz resonando con un “¡Ya están aquí!” que hizo que el estómago de Ariadna se apretara.Maximiliano entró con Eric y Marc pisándole los talones, los dos niños cargando mochilas repletas y hablando a gritos sobre su Navidad. Marc tenía el pelo revuelto y una energía que lo hacía parecer un tornado pequeño, mientras Eric arrastraba un coche teledirigido con una rueda rota, los ojos brillantes de emoción. Maximiliano, con ojeras marcadas y una chaqueta arrugada, dejó las mochilas en la entrada y cruzó los brazos, su mirada