Las cartas del destino
Las cartas del destino
Por: Iviola kendom
Capítulo 1

La noche había sido larga y el capitán Adams sólo deseaba una cosa: Dormir hasta la salida del barco al día siguiente.

La contienda había sido larga y Adams llevaba ya muchos meses fuera de su hogar, más que volver a casa, lo que anhelaba más que nada en el mundo era alejarse de las costas francesa de una vez por todas. Las cosas seguían complicadas entre los dos países, pero esa era una batalla que dejaría para el siguiente ejército. Él había cumplido sobradamente con su deber y ahora deseaba saborear su merecido descanso.

Sabía la importancia de comulgar con sus hombres, tras tantos meses de penurias lejos del hogar. Esos eran los pequeños detalles, que hacían que su tropa, se lanzará a la batalla sin dudarlo a su voz de mando. El lazo de unión que los convertía en hermanos en el campo de batalla. Las canciones familiares al calor de la chimenea, regadas con vino francés, que él no apreciaba tanto como un buen whisky.

En un burdel de puerto francés, donde sus hombres habían decidido gastarse su paga extra. Aquí era donde decían adiós a todo este tiempo de contienda. Al frio, las penurias, toda la crueldad de la guerra, que los había unido lejos del hogar y sus familias. Sabía que debía estar con ellos a pesar de no disfrutarlo tanto como sus hombres.

Entraron en ese lupanar mediocre a pie de puerto, como una horda de salvajes, como los vencedores de la batalla, de forma abrupta y ruidosa, tomaron posesión del lugar. Ante los ojos entre despavorido y ansiosos ante tal entrada de capital del dueño del lugar y el hastió de las pobres taberneras que intentaban sacarse las manos de encima de medio regimiento inglés, que llevaba semanas sin ver la sombra de una mujer. Adams intentaba como podía controlar a todos esos muchachos desbocados.

Con el transcurso de las horas y los efluvios del alcohol, Adams fue sintiéndose cada vez más aturdido. Su uniforme perdió todo brío. A pesar de sus intentos por mantener y un semblante de dignidad, el ambiente fue haciendo mella en él. Ya tan solo ataviado con sus pantalones de montar y su camisa blanca desabrochada hasta el ombligo, cantaba a todo pulmón canciones tradicionales que todos conocían y repetían a coro. Poco quedaba de la seria compostura con la que entró en el lupanar horas antes.

En un momento dado los hombres comenzaron a corear su nombre, vitoreándole.

-Adams, Adams, Adams…-jaleaban

-Querido capitán- dijo uno de ellos apoyándose en él, ya que apenas se tenía en pie.

-Sus hombres han decidido cotizarse y ofrecerle lo mejor de esta casa de refinamiento francés -dijo haciendo una exagerada reverencia Todos rieron al unísono

- Para que tengáis un hermoso recuerdo antes de zarpar hacia la fría campiña inglesa. Un regalo de despedida -puntuó

Sin darle tiempo a contestar, lo levantaron a volandas. Lo llevaron al piso superior entre vítores, donde lo dejaron en un descansillo junto al dueño del local. Un francés entrado en años, que parecía estar tan a trotinado y descuidado como su propio establecimiento.

Quizás años antes aquel lugar debía haber sido un local lleno de porvenir mercantil, pero ahora no era más que una taberna roñosa y polvorienta que olía a alcohol malo y orines, en la cual el salitre del mar devoraba todas las paredes. Aquel personaje que se dirigía a él en un inglés de lo más primitivo era la viva imagen del burdel. Su aliento olía a cebolla y vino, y su rostro era un amasijo se venas rojas y cicatrices purulentas.

-Realmente sus hombres deben apreciarlo mucho, para ofrecerle tan valioso presente. -Dijo. solemnemente

-La muchacha que va a usted a conocer, como podrá apreciar, es una perla única. Todavía no ha yacido con hombre alguno. Es pura como la espuma del mar, dulce como la miel, salvaje como una yegua joven. - Concluyo, acompañando con gestos cada uno de los adjetivos.

Adams no pudo evitar la risa mientras se aguantaba a la pared porque sus piernas habían empezado a fallarle. La poesía improvisada del tabernero le pareció de lo más burda. Y sus intentos de vender a su supuesta dulce y virginal doncella en un burdel de puerto de lo más patéticos

- Es muy tímida Sir -continuo- no muy habladora, pero verá cómo será de lo más servicial. Le ruego trate la materia con cuidado, no lo golpee, ni lo mancille. Cualquier destrozo será a cargo suyo- le dijo guiñándole un ojo.

Subió por las escaleras tras de aquel hombre, mientras sus benefactores lo empujaban por la espalda sin dejarle escapatoria alguna. Lo siguió hasta la última puerta y se apoyó en el marco mientras el tabernero le volvía a guiñar un ojo e intentaba darle un codazo cómplice que Adams esquivo con una sonrisa.

Golpeó la puerta y la abrió sin más dilación, empujando al capitán hacia la penumbra del cuarto y cerrando tras de él.

Con el empujón, Adams casi cayó al suelo falto de sus facultades de equilibrio.

La habitación estaba completamente a oscuras, salvo por el destello de la chimenea que estaba generosamente alimentada de troncos crepitantes. Reinaba un silencio crepuscular y hacia bastante frio ya que alguien había abierto la ventana, como para evitar el hedor que subía del piso de abajo o en un intento de huir de ahí, quien sino en su sano juicio abriría la ventana con el frio que hacia esa noche. La versión de la huida quedaba descartada ya que las ventanas tenían rejas.

Sus ojos tardaron un rato en ajustarse a la oscuridad, y poco a poco fue viendo mejor la estancia. Era sencilla, más sobria que las del piso inferior. En esta no había cortinas de terciopelo, ni figuras obscenas traídas de lugares lejanos. Debía ser una de las habitaciones que servían a los viajeros de paso para pernoctar. Había un tocador con un balde al lado, una butaca, un armario y una cama.

Y en la cama, ella.

Una figura escueta de mujer, en un amplio camisón blanco, con los pies descalzos que apenas rozaba el suelo. El pelo suelto ocultaba su cara, de la cual apenas sobresalían sus labios iluminados por el fuego, que ella miraba absorta. Los puños apretados sobre las sábanas.

Ni siquiera movió un músculo cuando la puerta se cerró tras el capitán. No lo miro ni un segundo, los ojos fijos en el fuego.

-Buenas noches, señorita- mascullo él. Ninguna respuesta - Bonsoir - Intentó en su francés coloquial, aunque su estado de embriaguez no le dejaría ir más allá en el idioma. Ninguna respuesta.

Supuso que debía formar parte de la simulación de doncella desvalida que debía representar. O, simplemente la desgana de yacer con un cliente a esas horas de la madrugada. Más cuando era un soldado de un país enemigo.

Él tampoco quería estar ahí, no era amigo de este tipo de placeres de pago. Había cedido por no despreciar a sus compañeros de batalla.

No es que fuera un santo, ni mucho menos. Había estado con mujeres. No había llegado a una edad en la cual te consideran viejo, por no haber contraído matrimonio, sin catar los placeres de la carne.

Alguna que otra dama, sobre todo casadas de poca moral le habían abierto sus alcobas.

La muchacha de algún sirviente, le había dejado entrever las mieles del placer. Y en cuanto a mujeres de burdeles, algunas habían acompañado sus noches de exilio. Pero casi siempre eran solo caricias y juegos que lo satisfacían hasta que caía rendido. Y al día siguiente, amanecía con dolor de cabeza, y las sábanas con olor a vergüenza ajena. Esta iba a ser una de esas pensó. Una más.

Sobre todo, le tentaba la cama. Estaba decidido a dormir un par de horas para recuperarse antes del viaje.

Sobre el tocador había una botella y dos vasos. Se sirvió uno de ese infame vino, pensando que cuando volviera a casa, no bebería más de ese brebaje en muchísimo tiempo.

Miro a la chica y tomó la botella por el cuello. Se acercó a ella tendiéndole la copa llena. La chica cogió el vaso, y sin mediar palabra lo vació de un trago. Una auténtica damisela, pensó sonriendo irónico.

-Salud- dijo levantando la botella y dando un trago largo que resbalo de sus labios bajando a lo largo de su cuello.

Se sentó pesadamente sobre la cama al lado de la chica, que dio un respingo y apretó aún más las sábanas en sus puños.

-Como yo lo, veo tenemos dos opciones- dijo el capitán. - Una, puedes tratar de complacerme desvelando tus talentos. Pero te advierto que no estoy en óptimas condiciones. O, podemos tumbarnos e intentar dormir lo que queda de noche uno junto al otro. Te prometo que no diré nada a tu benefactor -dijo al tiempo que le apartaba el cabello que cubría su cara, dejando al descubierto su rostro a la luz de la lumbre.

Tenía los rasgos finos. Sus ojos marrones se movían inquietos y vidriosos con los destellos de las llamas. Sus labios carnosos estaban apretados y temblorosos. Era hermosa, mucho más de lo que había esperado. Su rostro tenía una fuerza y orgullo inusitado para un lugar como este.

Era joven y de porte digno, delicada. Realmente borda el papel de doncella pensó mientras su dedo siguió bajando por su cuello, lo que provocó que ella se tensara más aún. Finalmente, apartó la mano y se puso en pie.

- Bueno creo que la opción descanso parece ser la que más nos conviene a ambos, aunque vas a tener que ayudarme a desvestirme, ¿crees que podrás hacer eso? – Dijo-

Sin mediar palabra ella se incorporó, y empezó a desatar los lazos de sus mangas. Sus manos eran fuertes, de las que podrían rodearle el cuello y partírselo sin esfuerzo, pensó la muchacha. Desabrocho sus tirantes de cuero y los cordones de su cinturón, dejando al descubierto el vello que le recorría el abdomen hasta perderse en sus pantalones. Le quitó la camisa tirando hacia atrás, para liberar sus hombros.

Estaba tan cerca que podía notar su aliento a vino y tabaco en la cara, y sentir el calor de su cuerpo. Él se dejó caer en la cama. Le cogió las botas y tiro de ellas con fuerza. Una tras otra golpearon el suelo ruidosamente. Después le quitó los pantalones, dejándolo sólo con sus calzones, mientras el emitía un gruñido de placer al acomodarse en el colchón.

Era grande y musculoso. De cabello rojizo. Una gran cicatriz le recorría el hombro. Tenía moratones a la altura de las costillas, y estaba decididamente sucio de polvo del campamento. Cogió toda la ropa dejándola cuidadosamente sobre el sillón. Enjuago un trapo que había en el barreño y empezó a limpiar el vino que le había resbalado sobre el pecho. Actuaba como un autómata, las manos temblorosas y los ojos perdidos en el vacío como si estuviera muy lejos de ahí.

- Muy amable- alcanzó a decir, mientras notaba que el cansancio y el alcohol lo arrastraban hacia la inconsciencia.

Ella intentó apartarse lentamente, pero él la cogió firmemente por la muñeca...

–El trato era dormir juntos - dijo entre susurros y la tumbó a su lado abrazándola. - Vayamos juntos en busca de Morfeo, esta cama es suficientemente grande para los dos. El capitán no estaba en condiciones de forzarla a cumplir lo que se suponía debía ser suyo por contrato, pero la idea de compartir el lecho abrazado a un cuerpo femenino después de las vicisitudes de la contienda francesa le parecía de lo más apetecible. Un pedacito de edén entre tanta miseria. En el fondo ella era su regalo.

Era tan menuda y delicada, y su pelo olía tan bien. Casi parecía real pensó mientras sucumbía a la embriaguez. Ella estaba tensa, pero en cuanto noto que la respiración del capitán se acompasaba con su sueño, su cuerpo se relajó, comenzó a sollozar desconsolada en silencio.

El fuego apenas resistía, y la noche dejaba de ser oscura. Ella había estado llorando durante horas. Al final había caído inconsciente en los brazos de este desconocido, que en el fondo la había tratado mejor que nadie en las últimas semanas.

La nariz de él se hundió más en su pelo respirando profundamente, y su cuerpo se acomodó encajándose con el suyo. Lentamente, medio en sueños, sus dedos fueron recorriendo su cadera subiendo hacia sus hombros, que dejó al descubierto suavemente.

Hundió la cara en su cuello y lo beso. Pudo notar como eso la despertó, y su cuerpo volvió a tensarse. Pero no lo apartó. Poco a poco bajo por su cuello, arrastrando con su barbilla el camisón, dejando al descubierto su pecho firme y lo beso también. Su mano bajo de nuevo y volvió a subir con el camisón. Ella no mediaba palabra, pero su respiración se volvió apresurada, como un pequeño animal acorralado. Aun así, no dijo nada, y el siguió.

No sabía si era su olor. Su piel tersa y suave, pero algo le había despertado como si no quisiera estar en ningún otro lugar del mundo, y conquistar esos valles desconocidos, fuera su única meta. Una nueva batalla que le llamaba.

Perdió la noción del mundo y se subió a ese cuerpo aún en alas de la embriaguez, lo tomó, a pesar de la resistencia que ella parecía querer ejercer. Intuyó que ese debía ser un acto premeditado par atizar más su deseo, formaba parte del papel que se le había encomendado.

Se abrió paso apretándola contra él, y besando sus labios con fuerza. Ya no era la embriaguez del vino que lo arrastraba, sino la de esa mujer que sucumbía al peso de su cuerpo.

A pesar de la pasividad y cierta resistencia, ella acabó cediendo también a la vorágine del deseo del capitán.

Como quien se rinde a su fatalidad. Cuando él la penetró sin reparo, ella le abrazo con tanta fuerza y angustia, que quedó claro, que nadie antes había conquistado aquel territorio.

Ahogo un lamento profundo, y todo su cuerpo se arqueo presa del dolor y la sorpresa. Él lo noto, y asustado apartó la cara de su cuello.

Tumbado sobre su cuerpo, ella lo miro directamente a los ojos con los suyo llenos de lágrimas. El empezó a besarle toda la cara hasta llegar a su boca y besarle el alma. De pronto quería consolarla, disculparse por su brusquedad, protegerla del miedo que parecía haberla invadido y que él había provocado. Perdió la noción de todo, y una corriente eléctrica le recorrió la espalda. La abrazó con fuerza y entonces vacío todo su deseo en ella sin poder contenerse.

El que había jurado en el lecho de muerte de su madre, que jamás regaría el mundo de bastardos como hizo su padre. El que había sido fiel a su palabra, y cuidadoso de su simiente. Había perdido totalmente el control en brazos de esta muchacha desconocida. Como si hubiera querido fundirse en ella. Poseerla por fuera y por dentro. Suya, enteramente suya.

Ella, a pesar de su inexperiencia, al notar el calor expandirse por su cuerpo, sabía lo que eso significaba.

Su inocencia acababa ahí.

Abrazados, sudorosos y agotados. En silencio. Dos desconocidos en su más desnuda vulnerabilidad, como dios los trajo al mundo, sin nada que ocultar, totalmente al descubierto y en cambio no sabían nada el uno del otro. Absortos en sus propios remordimientos, como si cada uno hubiera luchado contra sus propios fantasmas ambos, cayeron en un sopor y se quedaron dormidos, hasta que el alba se abrió pasó entre los postigos.

La encontró desnuda en pie. De espaldas a él, limpiándose la piel con tanta fuerza, que parecía querer borrarse. El pelo cayéndole sobre las caderas. Su piel era blanca y delicada, aunque podía verse en ella aun las marcas rosadas donde Adams había posado sus manos llenas de deseo, una punzada de vergüenza se apodero de su estómago, no podía ser una prostituta. No dijo nada.

La resaca estaba allí como predijo, pero el olor a vergüenza ajena no. Era un olor dulce, el que impregnaba la cama. El calor del cuerpo de aquella delicada criatura aún estaba en las sábanas, junto con la prueba irrefutable de que él había sido el primero.

Aguardo en silencio mirando cómo se vestía, en lo que parecía un intento de recuperar su dignidad. El capitán opto por respetar su deseo de intimidad y se hizo el dormido. Se preguntó quién era realmente está criatura que él había tomado por una prostituta sin moral ni reparos. Sus ropas tampoco parecían las que llevaría una chica en ese lugar. Encajes finos le cubrían ahora el cuello, y su vestido era de colores discretos y puntadas delicadas. Se recogió el cabello, cuidadosamente en un gesto memorizado, y se lo cubrió con un sombrero refinado.

Ella no se dio cuenta que estaba despierto. El no quiso incomodarla más de lo que ya parecía. Tras recoger sus pertenencias en una maleta salió de la habitación en silencio sin mirar atrás.

La pudo oír echarse a llorar, y bajar la escalera de madera de un paso tembloroso hasta perderse en el barullo de voces de la taberna.

¿Quién era esa muchacha?

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