Seguí besándola hasta saberla perdida en su placer y retiré un poco mi dedo, para sumar otro al hundirse en su vientre. Su cuerpo se tensó un poco, sin rastros de dolor físico, y el placer que le produjo la fricción más intensa hizo que su carne pulsara contra mis dedos.
Sentí el tirón de mi ingle y el ramalazo de fuego en las entrañas. La deseaba tanto que dolía, pero jamás me arriesgaría a causarle el menor malestar por dejarme llevar por mi propia urgencia.
De modo que volví a besar su pecho, su cuello, sus labios, mi mano moviéndose un poco más rápido entre sus piernas, disfrutando cada gemido, cada gesto, cada muestra de su placer. Sabiéndola perdida en mis caricias, me atreví a sumar un dedo más en su vientre, atento a su reacción.
Su expresión se contrajo y un eco de dolor ensució su esencia, pero se disipó antes que pudiera apartar mi mano. Un momento después volvía a gemir, los brazos tendidos más allá de su cabeza, empujándose en la cabecera de la cama para impulsarse contra mis dedos.
—¡Por favor, mi señor! —gimió echando la cabeza hacia atrás, su corazón latiendo con fuerza en su pecho como su vientre contra mis dedos.
Ya no podía contenerme más.
Dejé de acariciarla para tenderme sobre ella y le enlacé una pierna con mi brazo. Sumé mi propio gemido a los suyos cuando mi ingle rozó su vientre. Me echó los brazos al cuello, atrayendo mi pecho sudoroso contra el suyo, y buscó mis labios sin necesidad de abrir los ojos.
Me impulsé apenas, con cautela, porque el temor a lastimarla superaba mi urgencia, y sentí que mi erección se adentraba apenas en su vientre. Entonces alzó las caderas, y antes que pudiera darme cuenta, estaba hundido a medias en su cuerpo.
Retrocedí de inmediato y me sujetó la cara, obligándose a abrir los ojos para mirarme.
—Estoy bien, mi señor —aseguró agitada, ingeniándoselas para sonreír.
Sus palabras dieron por tierra con el poco autocontrol que aún conservaba. Mis caderas se movieron hacia adelante otra vez con lentitud, pero sin detenerse. Risa se tensó, los ojos cerrados, con un gemido ahogado al tiempo que penetraba su vientre por primera vez.
Aguardé un instante, completamente hundido en ella, hasta asegurarme que estaba bien. Sólo entonces comencé a mecerme dentro de ella, su esencia envolviéndome en su deseo y su placer, su vientre cálido acariciando mi ingle con cada movimiento, enloqueciéndome. Nunca había experimentado nada semejante. Nunca me había sentido tan pleno.
Verla deshacerse entre mis brazos, su vientre palpitando contra mí, me empujó más allá de todo límite y me derramé en ella.
Pero tan pronto se extinguió aquel fuego cegador en mis entrañas, se apoderó de mí un súbito miedo artero. ¿Cómo reaccionaría su cuerpo a mi simiente? ¿Y si la enfermaba? ¿Y si a pesar de todos los recaudos y la preparación nuestros cuerpos no eran compatibles, y mi simiente envenenaba sus entrañas? Me inmovilicé sintiendo una punzada fría en mi pecho y me alcé un poco para observarla.
—¿Estás bien, amor mío? —articulé en un susurro agitado.
Durante el año anterior, cuando tenía que vendarse los ojos para estar conmigo, Risa había aprendido a leer cada signo de mi cuerpo y de mi voz sin necesidad de verme. No se molestó en abrir los ojos para asentir y volver a echarme los brazos al cuello.
—Creo que nunca antes me sentí mejor —respondió—. Aunque no sé cuándo podré volver a moverme.
Sonrió al escuchar la mezcla de risa y gruñido que me arrancaron sus palabras. Dejé su cuerpo besándole la frente húmeda de sudor para volver a tenderme a su lado. Me temblaban las piernas y me costaba llenar los pulmones. Aun así, seguí observándola. Pero Risa se había distendido, y a pesar de que seguía agitada, nada en su esencia revelaba el menor rastro de dolor.
Sin embargo, algo en mi interior se negaba a bajar la guardia. Risa se había adormecido. Me obligué a levantarme y crucé la habitación para alimentar el fuego, porque era la noche más fría desde que comenzara el invierno.
Me demoré agachado ante el hogar, la vista perdida en las llamas, combatiendo el temor que me carcomía por dentro. Sus brazos delgados, pálidos, aparecieron de la nada a rodear mi pecho desde atrás.
—¿Qué ocurre, mi señor? —preguntó en mi oído.
Vino a sentarse a mi lado en la gruesa alfombra, bien envuelta en una manta, y tomó mi mano para besarla, aguardando mi respuesta. Encontré su mirada y me resultó imposible responder. No podía dar voz, poner en palabras mi miedo. Ella asintió sonriendo.
—Temes haberme hecho daño con tu simiente —terció con suavidad.
Asentí también con una mueca y acaricié su mejilla. Risa se inclinó hacia mí, tironeando de mi mano para que hiciera lo mismo hasta que nuestras narices se tocaban.
—No lo creo —dijo—. ¿Recuerdas aquella noche en el Atalaya? Una gota tuya en mi vientre bastó para quemarme, y fue instantáneo.
—Es cierto —murmuré.
—Si te sirve saberlo, no sentí nada de eso, ni siento ningún tipo de malestar.
Se irguió para llevar mi mano a su estómago, apretándola contra su cuerpo.
—Lo único que siento aquí es bienestar y plenitud —agregó con dulzura, pero frunció el ceño, desconcertándome—. Y vacío. ¿Se supone que sea así?
—¿A mí me lo preguntas?
—Creo que mi cuerpo se siente vacío sin ti —dijo recuperando su sonrisa—. ¿Podrías ayudarme?
Poco menos que salté sobre ella a tomarla en mis brazos.
—Si mi señora lo desea —respondí antes de besarla.
Se echó hacia atrás y seguí su movimiento para cubrir su cuerpo con el mío.
Allí junto al fuego no sentíamos rastros de frío, y abrí su manta para recorrer su cuerpo con mis manos y mis labios hasta que su esencia pareció florecer, envolviéndome en el llamado renovado de su deseo.
Pronto me arrodillaba entre sus piernas, a besarla y acariciarla hasta que no podía estarse quieta, arqueándose contra mi boca con gemidos entrecortados, su vientre pulsando apenas en torno a mis dedos, su cuerpo llamando al mío de una forma que nunca más tendría que volver a desoír.
Volví a tenderme sobre ella sosteniendo sus piernas con mis brazos, y dejé que mi erección empujara suavemente su vientre. Su cuerpo pareció atraparme en el apretado abrazo de su carne cuando me hundí en ella.
Una vez más, la combinación de deseo y placer ofuscó mi mente. El placer de moverme dentro de ella, que alimentaba la necesidad de seguir sintiéndola. Mis caderas arrancaban gemidos de sus labios entreabiertos cada vez que me empujaban en ella, los dos perdidos en aquellas sensaciones crudas, intensas, de nuestros cuerpos unidos.
Ya sin prisas ni temores, me arrodillé entre sus muslos manteniendo sus piernas separadas, mi mirada recorriendo su cuerpo cubierto de sudor a la luz de las llamas, al mismo tiempo que me movía con creciente rapidez. Risa tendió los brazos hacia mí agitada, y al no alcanzar a tocarme, descansó sus manos en las mías en torno a sus piernas y cerró los ojos, abandonándose a este placer nuevo, abrumador que mi cuerpo al fin podía ofrecerle sin reservas.
No tardó en arquearse, gimiendo a cada respiración, y sentí su vientre tensarse y palpitar. Se deshizo con una queja larga que pareció hablarle directamente a mis entrañas, y me dejé ir con ella.
Un momento después me derrumbaba a su lado, nuestros corazones batiendo como tambores, demasiado agitados para articular palabra. Risa se volvió hacia mí y se pegó a mi costado, las manos recogidas junto a su pecho. Hundió la nariz en el hueco de mi cuello todavía tratando de recuperar el aliento.
Apenas me alcanzaron las fuerzas para volver a cubrirla con la manta. Risa ya se había dormido entre mis brazos, y me dormí con ella. Al otro lado de la habitación, nuestro primoroso lecho nupcial cubierto de pétalos blancos quedó vacío.
El hábito me despertó cuando el cielo comenzaba a cambiar de color en el este, anunciando la tardía mañana invernal.Estaba tendido boca abajo en la alfombra frente al fuego, con Risa acostada a medias sobre mí, su brazo cruzando mi espalda, su pierna entre las mías, sus labios contra mi hombro. Apenas me moví, su mano me acarició con lentitud deliberada. Volteé la cabeza para enfrentarla y hallé sus ojos abiertos en las sombras que llenaban la… nuestra habitación.—Buenos días, mi señor —susurró sonriendo.—Si sigues llamándome así me echaré a llorar —dije devolviéndole la sonrisa, demasiado cómodo para moverme.—Buenos días, amor —dijo, adelantando la cara en busca de mis labios.Su beso me hizo olvidar mi comodidad en un abrir y cerrar de ojos. La tomé en mis brazos para volver a besarla, mi mano corriendo por su espalda a sujetar sus glúteos.—¿Por qué no puedo llamarte así? —inquirió ofreciéndome su cuello.—Porque me hace sentir que no sientes que eres mi igual —respondí, empujá
El suelo cubierto de nieve vibraba bajo mis patas cuando me dirigí al pabellón. La luna llena se alzaba sobre las montañas, y todos los invitados a la boda se internaban en el bosque a disfrutar la cacería en aquella noche helada. Yo, en cambio, me apresuré a cambiar y volver a vestirme para regresar al castillo.Risa me esperaba en los escalones de la entrada principal, bien abrigada en su grueso manto de pieles blancas, y se incorporó al ver que me acercaba a paso rápido. Bien, tan rápido como me era posible en dos piernas y con la nieve por las pantorrillas.Trepé los escalones para tomarla en mis brazos y la besé en el gélido aire nocturno, bajo el resplandor pálido de la luna que me hacía cosquillas en la sangre.—¿Estás seguro que no quieres ir de cacería tú también? —preguntó junto a mis labios, su aliento formando nubecillas de vapor entre nosotros.La solté sólo para tomar su mano y conducirla de regreso al interior del castillo.—¿Tendré que explicártelo de nuevo? —sonreí, d
Al día siguiente, me reuní después del almuerzo con mis hermanos y mis tíos. Era hora de decidir qué haríamos en concreto durante el invierno para defender las posiciones que estableciéramos en verano. Tal como había dicho Eamon en verano: en perspectiva, recordaríamos la ofensiva como la parte fácil de la guerra, porque el verdadero desafío comenzaba ahora.Ignorábamos la ubicación exacta de la fortaleza de la reina de los parias en el norte, ni cuánto tiempo les demandaba el viaje hasta nuestras fronteras, pero la experiencia indicaba que solían aparecer a partir de mediados de enero. Sólo faltaba una semana para eso, y debíamos estar preparados si aspirábamos a no perder el terreno ganado.Debatíamos inclinados sobre mapas en mi estudio, tan cerca del hogar como podíamos, cuando madre me habló.—Mael, ¿tienes un minuto?—Por supuesto —respondí de inmediato, apartándome un paso hacia la ventana—. ¿Qué ocurre?—Sabes que Tea, la sanadora humana, v
Risa se despidió con un breve abrazo de cada una de las mujeres, incluso de la sanadora, que intentó retroceder protestando. Las humanas trataron de volver a hacerme una reverencia, pero las detuve con un gesto y una sonrisa que, aunque fugaz, las hizo enrojecer.Bardo bajó del alero a posarse en el hombro de Risa tan pronto la ayudé a montar su yegua. Mientras nos dirigíamos al paso a la arcada que marcaba la entrada a Iria, para tomar el camino de regreso al castillo bajo las primeras estrellas, me daba cuenta que mi pequeña estaba alegre y animada después de pasar la tarde con ellas. Estas mujeres habían llegado a apreciarla y confiar en ella sinceramente, y aunque sonara increíble, habían sido los primeros humanos en tratarla bien desde que su apariencia comenzara a cambiar hasta verse como un blanco, cuando tenía cinco o seis años. Con la sola excepción de la anciana sanadora, que en ese momento la había adoptado por iniciativa propia, criándola como si fuera su hija.
—Necesito el consejo de ambas.Desayunábamos con madre frente al fuego, Risa sentada en la alfombra entre nosotros con los cachorros, muy divertida pugnando por beber su té sin que Sheila se lo derramara.A madre le bastó alzar un dedo para aquietar a Quillan en su falda, que al descubrir que alguien le ponía límites, optó por saltar a la falda de Risa, sentada a sus pies. Al verse invadida, Sheila intentó arrojarlo a la alfombra y acabaron los dos rodando y mordisqueándose entre Risa y el hogar.—¿La reunión con tus tíos? —inquirió madre.—Sí.—Será esta tarde, ¿verdad? —intervino Risa.—Sí, porque partirán mañana. No es momento de distraernos con celebraciones en el sur si pretendemos mantener el territorio ganado en el norte.—¿Y para qué necesitas consejo?—Sé lo que propondrán y no sé qué responder, porque no quiero aceptar.—Te dirán que te quedes aquí con tu flamante esposa, mientras ellos y tus hermanos se encarg
El argumento que me diera madre, sobre el viaje de Eamon a la Cuna, resultó la clave para dar por tierra con todas las objeciones a mi participación, especialmente cuando supieron que Risa se me uniría como sanadora para asistir a Maeve.Sabiendo que no me harían cambiar de planes, todos se limitaron a alzar las manos, revolear los ojos y resoplar exasperados en lugar de perder tiempo discutiendo en vano.Era temprano por la tarde, y el viento se había llevado las nubes, permitiendo que el sol brillara. Encontré a Risa en la guardería, leyendo un cuento para los más pequeños. Una de mis primas se apresuró a reemplazarla y no tardó en salir a la galería, donde yo la esperaba.—¿Te gustaría llevar a los cachorros al lago? —propuse.—¡Por supuesto! —exclamó entusiasmada.—Ve a cambiarte. Abrígate bien. Pediré que ensillen tu yegua.Poco después nos alejábamos los cuatro del castillo hacia el oeste, ella a caballo, los cachorros y yo en cuatro p
Risa ayudaba a bañar a los cachorros y yo trabajaba con mis hermanos cuando madre me llamó a sus habitaciones. Me invitó a sentarme con ella frente al fuego, sin decir palabra mientras Lenora nos servía el té. A pesar que nadie más podía escucharnos, aguardó a que mi hermana nos dejara a solas. La forma en que respiró hondo me causó aprensión.—Alanis ha concebido —dijo sin rodeos, con acento grave.Me retrepé en el sillón de pura sorpresa.—La vi entregarte tres cachorros en un día de verano.—Perfecto —asentí, aunque el recuerdo de lo que ocurriera todavía me mortificaba—. Sabes que Risa está de acuerdo con que los criemos como nuestros, así que no habrá ningún inconveniente. Iré por ellos tan pronto el clima lo permita.—No tan rápido, hijo. A ningún cachorro le hace bien ser apartado tan pronto de su madre. Debes aguardar al menos dos o tres años, para que sean más independientes. No es por eso que te lo mencioné, sino para que supieras que est
**Esta historia es la continuación de Alfa del Valle**LIBRO 1Capítulo 1El amplio corredor que llevaba al salón de fiestas estaba adornado con primorosas guirnaldas de lunas crecientes entrelazadas con cintas azules y flores blancas, cuyo perfume se mezclaba con una multitud de esencias dulces que sólo hablaban de felicidad.La mano de madre en la mía era un contacto cálido, tranquilizador. A nuestras espaldas, Milo y Mendel se alinearon con sus compañeras, aguardando con una paciencia que me costaba compartir.—Mora te matará por esto —comentó Mendel divertido—. Te advirtió que no te casaras sin ella.—Por supuesto, lo pospondré seis meses sólo para darle gusto —repliqué revoleando los ojos, mientras madre a mi lado reía por lo bajo.En ese momento se abrieron las puertas del salón en el otro extremo del corredor y no precisé cerrarme para que el mundo a mi alrededor desapareciera, mis ojos cautivados instantáneamente por la figura que se erguía directamente frente a mí. Tras ella