El suelo cubierto de nieve vibraba bajo mis patas cuando me dirigí al pabellón. La luna llena se alzaba sobre las montañas, y todos los invitados a la boda se internaban en el bosque a disfrutar la cacería en aquella noche helada. Yo, en cambio, me apresuré a cambiar y volver a vestirme para regresar al castillo.
Risa me esperaba en los escalones de la entrada principal, bien abrigada en su grueso manto de pieles blancas, y se incorporó al ver que me acercaba a paso rápido. Bien, tan rápido como me era posible en dos piernas y con la nieve por las pantorrillas.
Trepé los escalones para tomarla en mis brazos y la besé en el gélido aire nocturno, bajo el resplandor pálido de la luna que me hacía cosquillas en la sangre.
—¿Estás seguro que no quieres ir de cacería tú también? —preguntó junto a mis labios, su aliento formando nubecillas de vapor entre nosotros.
La solté sólo para tomar su mano y conducirla de regreso al interior del castillo.
—¿Tendré que explicártelo de nuevo? —sonreí, divertido por su insistencia.
Pegó su brazo al mío y asintió junto a mi hombro mientras nos encaminábamos a las escaleras.
—Lo que hace tan especial el plenilunio es que es el momento del celo, en el que las mujeres son fértiles —dije, subiendo con ella—. Lo que agudiza nuestros sentidos y nos pone como en ascuas es un instinto puramente animal: la posibilidad de encontrar compañero y emparejarnos. Las cacerías son una tradición para permitir que los solteros interactúen aunque no se conozcan, y quienes ya están imprimados den salida a esa energía extra antes de reunirse en la intimidad con sus compañeros.
—Y tú no precisas dar salida a ninguna energía extra —terció con sonrisa pícara.
Ya nos deteníamos frente a nuestras habitaciones. La alcé en mis brazos y abrí la puerta con el pie.
—Oh, no. La reservo toda para ti —respondí riendo por lo bajo.
Esa noche me recordó a las que solíamos pasar el año anterior, a escondidas en su habitación, sin tantas prisas como la noche anterior. Nos tomamos un momento para alimentar el fuego y quitarnos las pesadas prendas de abrigo que ambos cargábamos.
Había sido una jornada larga, agotadora, que culminara en una fiesta con música y danzas hasta la salida de la luna, con todos los discursos y la diversión de la que nosotros no participáramos la noche anterior porque debíamos atender a cuestiones más importantes: hacer el amor por primera vez.
Volví a cargarla en brazos para llevarla a nuestra cama y me deslicé a su lado bajo las mantas. Me atrajo hacia ella, ofreciéndome sus labios de miel. La besé perdido en la serena plenitud de haber dejado atrás por fin la necesidad de secretos y disimulo.
Era mi esposa, y éramos libres de entregarnos al amor que nos unía sin temores.
Me demoré en su pecho, besando su piel tersa, tibia, hasta que su esencia floreció de deseo, imposible de resistir. Entonces la ayudé a sentarse a medias, la espalda hundida en las almohadas, y me arrodillé a horcajadas sobre su pecho. Me estremecí de pura anticipación al enredar mis dedos en su pelo y sostener mi erección ante su cara, guiándola a su boca.
Sus labios se separaron para atraparme y el mero roce de su lengua me provocó escalofríos al mismo tiempo que encendía mis entrañas.
Apoyó una mano en mi muslo, la otra cerrándose en torno a mi ingle tensa, permitiéndome empujar su cabeza con suavidad hacia mis caderas. Me hundí en su boca con un gruñido de puro placer, perdido en sus besos mientras su puño se movía entre sus labios y mi pelvis.
Verla alzar la vista hacia mí en ese momento, poder encontrar sus ojos al tiempo que me impulsaba en su boca, bastaba para enloquecerme. No me molesté por detenerla, y la dejé empujarme más allá de todo límite. Bebió de mí con ansias, sin interrumpir sus besos hasta que me causaron cosquillas.
Entonces la ayudé a tenderse boca abajo y acomodé una almohada bajo sus caderas. Me dejó hacer, entregada al efecto de mi simiente, y me hundí bajo las mantas para tenderme entre sus piernas. Se arqueó con un débil gemido cuando sujeté sus glúteos para hacer lugar a mi lengua, que resbaló sin prisa hacia su vientre, donde mi mano no tardó en unírsele.
Me perdí besándola y acariciándola mientras mi deseo se renovaba sin prisa, mis dedos en su vientre para ayudar a su cuerpo a prepararse antes de penetrarla.
Gimió y se arqueó hasta alzarse a medias sobre sus rodillas, pero resistí la invitación de su cuerpo. Un poco más, sólo un poco más. Desoí sus protestas y sus llamados, sintiéndola tensarse contra mis dedos con creciente agitación. Hasta que la supe al límite.
Sólo entonces, embriagado en el sabor de su deseo, me alcé para guiar mi erección renovada entre sus piernas. Sentir mi ingle en su vientre bastó para que se deshiciera de placer al mismo tiempo que entraba en su cuerpo. Un gemido largo, ahogado, escapó de su boca hundida en la almohada, todo su cuerpo en tensión, su espalda arqueada, al tiempo que mis caderas chocaban contra sus glúteos.
Le sujeté la cintura y me moví al ritmo que marcaba mi creciente urgencia, prolongando su clímax en la búsqueda del mío. Me dejé ir sintiendo que el corazón estallaba en mi pecho, mis entrañas agradeciendo que volcara en su vientre palpitante las llamas que las consumían.
Me dejé caer sobre ella con un estertor entrecortado, luchando por respirar, todavía hundido en su cuerpo. Pronto se revolvió bajo mi peso para que me apartara, porque ella también necesitaba recuperar el aliento. Me acosté a su lado, envolviéndola en un estrecho abrazo.
—Jamás creí… —resolló, sus labios rozando mi cuello—. Jamás creí que se pudiera sentir tanto…
Besé su frente sin molestarme en responder, porque me llevaría un rato encontrar mi voz física para articular palabra.
—Te amo —musitó.
Allá afuera, bajo la luna llena, se alzaban aquí y allá aullidos desde el bosque. Mientras tanto, mi pequeña, mi amada, mi compañera, mi esposa, se adormecía entre mis brazos, junto a mi corazón que latía sólo por ella.
Al día siguiente, me reuní después del almuerzo con mis hermanos y mis tíos. Era hora de decidir qué haríamos en concreto durante el invierno para defender las posiciones que estableciéramos en verano. Tal como había dicho Eamon en verano: en perspectiva, recordaríamos la ofensiva como la parte fácil de la guerra, porque el verdadero desafío comenzaba ahora.Ignorábamos la ubicación exacta de la fortaleza de la reina de los parias en el norte, ni cuánto tiempo les demandaba el viaje hasta nuestras fronteras, pero la experiencia indicaba que solían aparecer a partir de mediados de enero. Sólo faltaba una semana para eso, y debíamos estar preparados si aspirábamos a no perder el terreno ganado.Debatíamos inclinados sobre mapas en mi estudio, tan cerca del hogar como podíamos, cuando madre me habló.—Mael, ¿tienes un minuto?—Por supuesto —respondí de inmediato, apartándome un paso hacia la ventana—. ¿Qué ocurre?—Sabes que Tea, la sanadora humana, v
Risa se despidió con un breve abrazo de cada una de las mujeres, incluso de la sanadora, que intentó retroceder protestando. Las humanas trataron de volver a hacerme una reverencia, pero las detuve con un gesto y una sonrisa que, aunque fugaz, las hizo enrojecer.Bardo bajó del alero a posarse en el hombro de Risa tan pronto la ayudé a montar su yegua. Mientras nos dirigíamos al paso a la arcada que marcaba la entrada a Iria, para tomar el camino de regreso al castillo bajo las primeras estrellas, me daba cuenta que mi pequeña estaba alegre y animada después de pasar la tarde con ellas. Estas mujeres habían llegado a apreciarla y confiar en ella sinceramente, y aunque sonara increíble, habían sido los primeros humanos en tratarla bien desde que su apariencia comenzara a cambiar hasta verse como un blanco, cuando tenía cinco o seis años. Con la sola excepción de la anciana sanadora, que en ese momento la había adoptado por iniciativa propia, criándola como si fuera su hija.
—Necesito el consejo de ambas.Desayunábamos con madre frente al fuego, Risa sentada en la alfombra entre nosotros con los cachorros, muy divertida pugnando por beber su té sin que Sheila se lo derramara.A madre le bastó alzar un dedo para aquietar a Quillan en su falda, que al descubrir que alguien le ponía límites, optó por saltar a la falda de Risa, sentada a sus pies. Al verse invadida, Sheila intentó arrojarlo a la alfombra y acabaron los dos rodando y mordisqueándose entre Risa y el hogar.—¿La reunión con tus tíos? —inquirió madre.—Sí.—Será esta tarde, ¿verdad? —intervino Risa.—Sí, porque partirán mañana. No es momento de distraernos con celebraciones en el sur si pretendemos mantener el territorio ganado en el norte.—¿Y para qué necesitas consejo?—Sé lo que propondrán y no sé qué responder, porque no quiero aceptar.—Te dirán que te quedes aquí con tu flamante esposa, mientras ellos y tus hermanos se encarg
El argumento que me diera madre, sobre el viaje de Eamon a la Cuna, resultó la clave para dar por tierra con todas las objeciones a mi participación, especialmente cuando supieron que Risa se me uniría como sanadora para asistir a Maeve.Sabiendo que no me harían cambiar de planes, todos se limitaron a alzar las manos, revolear los ojos y resoplar exasperados en lugar de perder tiempo discutiendo en vano.Era temprano por la tarde, y el viento se había llevado las nubes, permitiendo que el sol brillara. Encontré a Risa en la guardería, leyendo un cuento para los más pequeños. Una de mis primas se apresuró a reemplazarla y no tardó en salir a la galería, donde yo la esperaba.—¿Te gustaría llevar a los cachorros al lago? —propuse.—¡Por supuesto! —exclamó entusiasmada.—Ve a cambiarte. Abrígate bien. Pediré que ensillen tu yegua.Poco después nos alejábamos los cuatro del castillo hacia el oeste, ella a caballo, los cachorros y yo en cuatro p
Risa ayudaba a bañar a los cachorros y yo trabajaba con mis hermanos cuando madre me llamó a sus habitaciones. Me invitó a sentarme con ella frente al fuego, sin decir palabra mientras Lenora nos servía el té. A pesar que nadie más podía escucharnos, aguardó a que mi hermana nos dejara a solas. La forma en que respiró hondo me causó aprensión.—Alanis ha concebido —dijo sin rodeos, con acento grave.Me retrepé en el sillón de pura sorpresa.—La vi entregarte tres cachorros en un día de verano.—Perfecto —asentí, aunque el recuerdo de lo que ocurriera todavía me mortificaba—. Sabes que Risa está de acuerdo con que los criemos como nuestros, así que no habrá ningún inconveniente. Iré por ellos tan pronto el clima lo permita.—No tan rápido, hijo. A ningún cachorro le hace bien ser apartado tan pronto de su madre. Debes aguardar al menos dos o tres años, para que sean más independientes. No es por eso que te lo mencioné, sino para que supieras que est
**Esta historia es la continuación de Alfa del Valle**LIBRO 1Capítulo 1El amplio corredor que llevaba al salón de fiestas estaba adornado con primorosas guirnaldas de lunas crecientes entrelazadas con cintas azules y flores blancas, cuyo perfume se mezclaba con una multitud de esencias dulces que sólo hablaban de felicidad.La mano de madre en la mía era un contacto cálido, tranquilizador. A nuestras espaldas, Milo y Mendel se alinearon con sus compañeras, aguardando con una paciencia que me costaba compartir.—Mora te matará por esto —comentó Mendel divertido—. Te advirtió que no te casaras sin ella.—Por supuesto, lo pospondré seis meses sólo para darle gusto —repliqué revoleando los ojos, mientras madre a mi lado reía por lo bajo.En ese momento se abrieron las puertas del salón en el otro extremo del corredor y no precisé cerrarme para que el mundo a mi alrededor desapareciera, mis ojos cautivados instantáneamente por la figura que se erguía directamente frente a mí. Tras ella
Nos quedamos mirándonos, estremecidos de emoción, nuestras manos trémulas entrelazadas, nuestros corazones latiendo con fuerza, mientras el sacerdote decía algo sobre marido y mujer.Incapaz de contenerme, no esperé que terminara de hablar para alzar el velo y encontrar esos hermosos ojos purpúreos brillantes de lágrimas de felicidad como los míos. Risa alzó apenas la cara hacia mí, en ese gesto que, a solas, solía bastar para que comenzara a desnudarla.Se suponía que el beso era más bien simbólico de la unión de los cuerpos tanto como de las almas, pero apenas rocé sus labios de miel, me resultó imposible contenerme. Su boca se entreabrió para hacer lugar a mi lengua, y me echó los brazos al cuello cuando le sujeté la cintura para atraerla contra mí, mientras a nuestro alrededor todos nos aplaudían y vivaban.El pobre sacerdote se había hecho a un costado cuando tuvimos a bien dejar de besarnos, y guié a Risa de la mano hacia la tarima. Nos arrodillamos ante madre, que apoyó sus man
No había resultado sencillo explicar por qué Risa se negaba a dejar su habitación vecina a los estudios de las sanadoras. De no haber mediado la intervención de madre, que mandó a todos de paseo y dio orden expresa de que no metieran el hocico donde no los llamaran, mi pequeña se habría visto obligada a cambiarse a una habitación en el mismo nivel de la mía, más acorde a su nueva posición de prometida del Alfa.Pero con la complicidad de madre, Risa evitó mudarse y recuperamos la intimidad de la que gozáramos hasta el verano. La única diferencia era que ahora, en vez de bajar yo a verla, ella subía a mis habitaciones, donde pasábamos las noches juntos como antes. Y al amanecer, la despertaba para que volviera a bajar a vestirse para el día y saliera del dormitorio correspondiente.Creo que de no haber sido por eso, el día de nuestra boda la habría secuestrado apenas terminado el almuerzo, impaciente por estar a solas con ella.En cambio, no me resultó tan difícil tolerar con paciencia