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El establo se hallaba tras una de las últimas casas del pueblo, a tiro de piedra del bosque. Los animales se agitaron cuando nos escabullimos dentro, pero Ragnar aseguró que no había peligro de que los mugidos y balidos atrajeran atención indeseada. Encontramos una prolija pila de ropa sobre una gran bala de heno a pocos pasos de la entrada. Nos apresuramos a cambiar, vestirnos y envolvernos en las toscas mantas, porque no era una noche para ir en mangas de camisa.

Pronto escuchamos los pasos que se aproximaban desde la casa. Ragnar me indicó que retrocediera antes de asomarse. No tardó en entrar una mujer alta y corpulenta, que alzó la lámpara que traía al vislumbrar nuestras sombras.

Me sorprendió ver cómo se iluminaba su expresión al ver a Ragnar, y se apresuró a dejar la lámpara en el suelo para darle un estrecho abrazo, que Ragnar correspondió, los dos riendo por lo bajo.

—¡Oh, Ragnar! ¡Qué bien te ves! —exclamó la mujer, pugnando por no alzar la voz. Le su

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