—¿Una docena de amazonas? —repetí incrédulo.
—Pasaron ayer por el valle de la emboscada —asintió Ronan con una mueca—. Estarán aquí hoy o mañana.
—Maldición —gruñí desviando la vista hacia el otro lado del río, donde los humanos se aprestaban para la lucha—. ¿Cuántos somos en total?
—Cuarenta —respondió Milo.
—Aguardemos a ver cómo forman —dispuse—. Los más jóvenes e inexpertos enfrentarán a los humanos, y nosotros nos encargaremos de los parias.
—Sí, Alfa —contestaron los dos a una.
—¿Enviaste a Bardo al oeste?
—Cuando dejé el castillo. Se lo envíe a Risa, para que haga noche allí, con un mensaje para que se lo despache a Mendel.
Respiré hondo, acercándom
No había sido una batalla más. Siete de nosotros habían muerto, lo cual era un número inusitadamente alto, y al menos una docena habían sufrido heridas serias o graves. Todos los demás estábamos raspados, golpeados y magullados.Owen envió a uno de sus hermanos al puesto por ayuda para cargar a los heridos, y por herramientas para derribar el puente.Nos vimos obligados a aguardar con los que no podían moverse, cerca del camino y del río para mantener vigilado el campamento enemigo. A juzgar por lo poco que la tormenta nos permitía ver de lo que ocurría en la orilla opuesta, las amazonas se habían refugiado en sus tiendas, rodeadas por los vasallos que sobrevivieran.A pesar de que nos hallábamos a sólo tres kilómetros del puesto de Owen, caía la tarde cuando Enyd llegó a caballo con tres de los muchachos. La sanadora del puesto venía en la carreta para transportar a los más graves, y tardaría una hora más. Al menos trajeron lonas para improvisar tiendas, y ropa
Derribábamos los sólidos mojones de piedra en la cabecera del puente cuando vinieron a relevarnos. Contemplamos nuestra obra satisfechos: el arco que ahora se interrumpía en su punto más alto, a mitad de camino de la otra orilla, y lo que quedaba del esqueleto dañado de puntales que Owen y los suyos no tardarían en destruir.Había unos treinta metros entre la mitad sana y los últimos puntales que aún se sostenían. Una distancia demasiado grande para que cualquier animal en cuatro patas la saltara, nosotros incluidos, ni hablar de seres en dos piernas.Ronan afirmaba que su parte de la frontera estaba segura, y le creí. Si la nieve dificultaba cualquier movimiento en aquella zona baja, los pasos de montaña debían tener varios metros acumulados, haciéndolos imposibles de cruzar. Así que le pedí que él y los suyos regresaran conmigo al puesto de Owen, donde esperaba encontrar noticias de Baltar o mis hermanos.Apenas Enyd me aseguró que los heridos estaban atendido
“Mi amado señorPor favor no te enfades con Baltar y Maeve. Hicieron cuanto podían para disuadirme. Pero soy sanadora y la esposa de un guerrero, del padre de la manada. Te suplico que comprendas que no podía quedarme cómoda y a buen resguardo sabiendo que podía ayudar. Sólo te pido que confíes en mí. Tienes mi palabra de que no correré riesgos. Me quedaré con los heridos, lejos de la lucha, y obedeceré en todo a tus hermanos. Te amo con todo mi corazón, y aguardaré ansiosa el momento de reunirme contigo. No olvides que eres mi vida. Cuídate por mí así como yo me cuidaré por ti.Siempre tuya,Risa.”Estrujé la hoja en mi puño con un nudo en la garganta, mirando sin ver el fuego, perdido en la angustia y la impotencia que me ahogaban.Maeve acercó un taburete, donde apoyó un plato desbordante de comida, un tazón de sopa, una hogaza de pan. El miedo me había cerrado el estómago, pero el olor de la
Escuché las voces de mis hermanos a varios kilómetros y me salí del camino, guiando a mis sobrinos y los demás hacia el norte. Defendían el vado del recodo del Launne, donde medio centenar de humanos intentaban cruzar a pie sin congelarse o ser arrastrados por la corriente, empujados desde la retaguardia por vasallos a caballo, encabezados por un pálido.Los míos tenían la ventaja del terreno, pero eran sólo media docena, y los jinetes ya estaban en el medio del cauce.—¡Resistan! ¡Ya estamos aquí! —les dije.—¡Justo a tiempo! —replicó Milo, dando cuenta de un osado que se atreviera a trepar a la orilla.El pálido nos vio llegar y arengó a sus vasallos con cajas destempladas, para que ganaran la orilla antes que nuestro número se triplicara. Los jinetes se adelantaron, haciendo que sus caballos de batalla atropellaran a los humanos de a pie para apartarlos.—¡Déjenlos salir del río! —ordenó Mendel.Retrocedieron una veintena de metros y los
Los caballos dormían echados muy juntos, cubiertos con mantas, y alzaron la cabeza con curiosidad cuando entorné la puerta lo indispensable para que Risa y yo nos coláramos dentro. El establo no era más que una habitación grande, el aguacero había abierto varias goteras y distaba de oler bien, pero era el único lugar donde podíamos refugiarnos bajo techo lejos de los demás.Risa buscó mis labios con ansiedad, y la besé alzándola para sentarla sobre varios atados de heno apilados contra la pared. Hacía frío para quitarnos los mantos mojados. No importaba. Tras varias de aquellas escapadas, habíamos aprendido a arreglarnos. Además, no podíamos perder tiempo en desvestirnos y luego volver a vestirnos, porque no queríamos que advirtieran nuestra ausencia.Alcé su falda y me apreté contra ella entre sus piernas, dejándola entenderse con las cintas de mi pantalón, que aflojó lo indispensable para abrirlo sin que cayera. En tanto, deslicé mis manos bajo sus pieles en busca de
Tan pronto estuvo a cubierto, la dejé para buscar algo de comer. Y al regresar con dos conejos, vi que había abrigado a la yegua y tenía un pequeño fuego encendido. Se había sentado entre las raíces, bien envuelta en su manto, con un saco de tela que olía a queso, pan y carne cocida en su falda.—Come tú los conejos, mi señor —sonrió—. Yo ya tengo aquí mi cena.Me eché a un par de pasos a comer, y apenas terminé, me acerqué más a ella. Como siempre que iba en cuatro patas, Risa comprendió mi intención sin necesidad de palabras y me hizo lugar entre las raíces. Me acomodé rodeando su cuerpo con el mío por detrás, mi cabeza asomando por sobre su hombro.Risa volvió la cara para mirarme de reojo y me ofreció un bocado de carne fría, que le arrebaté de entre sus dedos, haciéndola reír. Pronto terminábamos sus provisiones, y Risa hizo a un lado el saco vacío con un bostezo que no logró reprimir.Le olí la cara y le lamí la mejilla con suavidad. Ella me echó lo
Por algún motivo, me detuve apenas cerré la puerta, absorbiendo la escena y dándome cuenta la emoción que me colmaba, como un cosquilleo tibio en mi pecho. Risa amasaba en la cocina, la cabellera blanca recogida en un rodete y el delantal directamente sobre sus enaguas, los piecitos bien abrigados en sus botas de vellón.Entonces reconocí la tonada que tarareaba mientras trabajaba: era la canción de cuna que madre nos cantaba para dormirnos. Imaginé que la había aprendido durante el verano, cuidando a los cachorros. Y le sentaba tan bien a su voz, como si hubiera sido creada para que ella la cantara.Esa parte de la casa olía a masa y tocino. Sin embargo, del otro fogón me llegaba el olor inconfundible a leña de cedro, que perfumaba ese lado de la casa.Las cortinas oscuras estaban recogidas con moños de un azul brillante, y un bonito tapiz había llegado a adornar la pared del comedor. En la repisa de la chimenea de la sala había un adorno improvisado de piñas y
Milo y los demás llegaron mientras preparábamos los suministros para los puestos del oeste. Al ver sus expresiones cuando creyeron que los esperaba para volver a arrastrarlos al camino, meneé la cabeza sonriendo.—No necesitan acompañarnos —les dije—. Los hijos de Baltar y los demás muchachos nos escoltarán.Proteger una caravana de mulas solía ser trabajo de los Omegas, pero a Milo no lo convencía la idea de que me paseara por la frontera sin más escolta que media docena de los más jóvenes e inexpertos de nosotros. Sobre todo cuando supo que Risa vendría también.—Ya, ya, nosotros iremos —dijo Brenan adelantándose con sus hermanos—. Seremos la escolta personal de Risa. ¿Qué dices, tío?Milo asintió riendo y se fue con los demás a comer y descansar.Partimos al día siguiente, en una mañana soleada. Las lluvias habían lavado toda la nieve, trayendo un hálito de vida que se respiraba en el aire. La hierba era de un verde brillante y sano, y los pocos