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Milo y los demás llegaron mientras preparábamos los suministros para los puestos del oeste. Al ver sus expresiones cuando creyeron que los esperaba para volver a arrastrarlos al camino, meneé la cabeza sonriendo.

—No necesitan acompañarnos —les dije—. Los hijos de Baltar y los demás muchachos nos escoltarán.

Proteger una caravana de mulas solía ser trabajo de los Omegas, pero a Milo no lo convencía la idea de que me paseara por la frontera sin más escolta que media docena de los más jóvenes e inexpertos de nosotros. Sobre todo cuando supo que Risa vendría también.

—Ya, ya, nosotros iremos —dijo Brenan adelantándose con sus hermanos—. Seremos la escolta personal de Risa. ¿Qué dices, tío?

Milo asintió riendo y se fue con los demás a comer y descansar.

Partimos al día siguiente, en una mañana soleada. Las lluvias habían lavado toda la nieve, trayendo un hálito de vida que se respiraba en el aire. La hierba era de un verde brillante y sano, y los pocos

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